Con la aceptación de la renuncia del cardenal Nichols, arzobispo de Westminster, que cumplió 80 años el 8 de noviembre, el cardenal Omella es el purpurado residencial de mayor edad con el cargo vigente. En abril los cumplirá y pronto se dispararán quinielas, candidatos, rumores, filtraciones más o menos interesadas y decantaciones vaticanas sobre su sucesor. Por ello, resulta oportuno hacer balance de su pontificado, antes de que llegue la vorágine de nombres. Un balance que voy a dividir en tres capítulos, a modo de resumen de un mandato, cuya nota esencial han sido las contradicciones e incoherencias que se han producido en él. Luces y sombras. Una de cal y otra de arena. Un pontificado importante que la historia juzgará para determinar si ha resultado decisivo en el itinerario de la archidiócesis barcelonesa.
A) Un obispo acogido con esperanza. - El estéril pontificado de Sistach finalizó con un irrefrenable deseo de aire nuevo. Un obispo que no venía contaminado por los sempiternos enconamientos entre las diversas facciones del clero y laicado barcelonés era visto con buenos ojos por todos los sectores.
No era catalán, pero procedía del Matarraña. No había ejercido jamás su ministerio en Cataluña, pero venía con el aval de ser el hombre de Bergoglio y un representante del ala más progresista del episcopado español. Esa tara paracaidista, que en otras épocas habría sido objeto de gran reparo, no fue óbice para que fuera bien acogido por todos los sectores.
Además, su carácter simpático y jovial consiguió que se hiciese agradable a primera vista. Después fue otra cosa. Pronto se comprobó que esa campechanía era de puertas afuera. Su temperamento resultó mucho más complejo de lo que aparentaba.
Ha sido un obispo sin camarilla. Un obispo sin otros amigos que su mentor Arana, con quien acudía a cuantas parroquias visitaba. Un obispo que tampoco quiso hacerse presente en la sociedad civil. Y que no disimuló su aversión hacia los medios de comunicación.
Esa animadversión fue especialmente evidente hacia este portal, al que, tras una inicial pax romana, le cogió una exagerada ojeriza. Sin llegar, eso sí, a los niveles de paranoia de su predecesor.

B) Presidente de la CEE y cardenal influyente en Roma. - No se recuerda a un obispo catalán con tanto poder como Omella. Ningún prelado de Cataluña había sido presidente de la CEE. Y, además, miembro del Consejo Cardenalicio y del Dicasterio de los Obispos, en el que llegó a coincidir los dos últimos años con el cardenal Prevost.
A lo largo de sus diez años de pontificado, casi cada quince días nuestro arzobispo tuvo que viajar a Roma. Durante el período 2020-2024 estuvo, además, más pendiente de Madrid que de Barcelona.
Pese a esas ataduras, no dejó de ejercer su poder en la diócesis. Delegó en sus auxiliares algunos compromisos. Pero siempre se reservó la última palabra e impidió que aquellos ostentasen ningún poder decisorio.
No puede decirse que las obligaciones extra diocesanas mermaran su labor pastoral. Una salud de hierro y una frenética capacidad de trabajo ayudaron a que conservase ese poder omnímodo. En Barcelona, en Madrid y en Roma.
Ese poder absoluto coartó en numerosas ocasiones las aptitudes de su clero más brillante. No obstante, ese aspecto será objeto de análisis en apartados venideros.
Por si no fuera suficiente, le tocó lidiar con los años del procés y de la pandemia. Lo hizo con desigual acierto, aunque en el primer caso podría haber sido mucho peor con otro mitrado en la sede de San Paciano.
C) Un aragonés ejerciente. - Omella pertenecía a la parte de la provincia de Teruel que es diocesana de Zaragoza (aunque cuando nació correspondía a Tortosa). Como tal se formó en el semanario zaragozano y fue sacerdote de aquella archidiócesis, de la que llegó a ser obispo auxiliar.
Como buen maño, ha presumido siempre de su talante testarudo y con ese pretexto suele acabar sus discusiones. Presume de aragonés y quiere serlo hasta sus últimas consecuencias.
Con esa pose híbrida entre Paco Martínez Soria y Escrivá de Balaguer ha funcionado más bien que mal en esta complicada diócesis. Cabe decir que, antes de su llegada, habría resultado imposible escuchar a un obispo catalán que predicase en castellano en tantas ocasiones.
No debería haber sido anormal, pues en su diócesis el catalán solo es el idioma habitual del 25% de sus habitantes, pero así era antes del advenimiento del turolense. Tras su pontificado nadie puede sorprenderse ya de la normalización del castellano en las celebraciones.
Cierto es que en estos 10 años ha cambiado notablemente la fisonomía diocesana, en la que uno de los mayores puntales es la inmigración hispano parlante. Pero, al César lo que es del César: Omella ha conseguido normalizar lo que a nivel de bancos de la iglesia era normal.
Oriol Trillas


La sede de Barcelona es complicada.
ResponderEliminar¿Algún comentarista puede decirme algún obispo de Barcelona que los fieles hayan despedido con lágrimas en los ojos?
Si ninguno cae bien nunca... Quizá el problema está más en la plaza ...
A Omella doy gracias por su cercanía, por querernos, por su piedad, por la acogida a clero bien formado, por saber bregar con tantas complejidades sociales y por el buen ojo con los auxiliares.
Por todo ello, gracias
Sí que ha sido un obispo con camarilla. ¿No lo creen ustedes?
ResponderEliminar