VEN, SEÑOR JESÚS

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Son palabras del último versículo del Apocalipsis (Érju, Kyrie Iesú), que recitamos en la misa después de la consagración: anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús. No decimos “Ven, Jesús”; sino “Ven, Señor Jesús”. Un “Señor Jesús” que, con el andar del tiempo será llamado “Nuestro Señor Jesucristo”. Observemos que es el mismo Kýrios, el mismo Señor del Kýrie eleison, Señor, ten piedad, compadécete de nosotros. Éste es el Señor Jesús por cuya venida suspiramos. 
Estamos celebrando, una vez más, la venida del Señor Jesús, su primera venida a través del seno de María, en calidad de Hijo de Dios. Estamos ante el misterio de Dios y ante el misterio del hombre, no menor que el misterio de Dios. El Dios Padre, Creador y Señor, es decir Dueño (Dóminus) de todo y de todos, nos manda a su Hijo desde su alto trono. Nos lo manda para que sea Nuestro Señor, para que tengamos a Nuestro Señor más cerca de nosotros. Tan cerca, que empieza siendo un niño, el Niño Jesús que vemos en el Belén, acostado en un pesebre. Y ese Niño es el Señor Jesús que invocamos en la Misa: Ven, Señor Jesús. En él se simbiotizan Dios y el Hombre. Por eso, hacer crecer a Dios será hacer crecer al hombre; e ir contra Dios será ir contra el hombre.
Y como ha ocurrido invariablemente a lo largo de toda la historia de la humanidad, los súbditos del rey y los esclavos y siervos de cualquier amo, han recibido con un gozo inusitado la noticia del nacimiento de su hijo. ¿Por qué? Pues porque la dominación del padre ya la conocen, ya la sufren, ya les pesa; como es normal que pesen la esclavitud y todo género de servidumbre. Y se alborozan todos con la ilusión (¡qué digo ilusión, seguridad!) de que el hijo será un señor mucho mejor que el padre. Y el padre contagia a sus esclavos y subordinados la alegría por el nacimiento del niño, celebrándolo todos con grandes fiestas y enorme alborozo: por la esperanza que despierta el recién nacido, en un futuro en el que desaparecerán las penas y fatigas del presente. Fijaos, son fiestas en que se acorta al máximo la distancia entre el señor y los esclavos.
Porque si bien es cierto que “el principio de la sabiduría es el temor de Dios”, porque es propio del esclavo temer a su señor (no olvidemos que Dios es “El Señor” por encima de todos los señores y señoríos), ¿qué decir del Amor de Dios? ¿Qué decir del Dios que se hace Amor? Pues que hemos alcanzado la cumbre de la sabiduría. Y efectivamente, la imagen más impactante del Dios Amor es el Dios Niño, el Niño Dios. Dios es Amor, ¡claro que sí!, y quien permanece en el Amor, permanece en Dios, y Dios en él.  
Pues eso es lo que nos mueve, en el mundo cristiano, a celebrar la Natividad del Hijo de Dios (el Señor) hecho Hombre: en la Navidad, hecho Niño. Ése es el fundamento de la magia de la Navidad que, a pesar de tantas adulteraciones, sigue en pie después de dos milenios. A pesar de todo, seguimos clamando en el Adviento, mientras esperamos su venida, “Ven, Señor Jesús”.
No, claro, no fue el cristianismo el que inventó la celebración del nacimiento de todo ser humano. Eso lo teníamos ya en el imperio romano, que a su vez se lo había encontrado así en los pueblos primitivos que sojuzgó. Eso lo encontramos en todos los pueblos: es el instinto el que moviliza en nuestra alma la alegría por cada nuevo nacimiento. Y es ahí donde centramos nuestra Navidad.
Y precediendo al misterio de la Natividad, el misterio de la Esperanza que se desarrolla en el vientre de la Madre. De ahí nos viene la Virgen de la Esperanza, la Virgen encinta, “en estado de buena esperanza”, que decían nuestros abuelos. Ahí tenemos a la Virgen de la O, la de las antífonas del final del Adviento: O Sapientia, O Adonai, O radix Jesse, O clavis David, O Oriens, O Rex Gentium, O Emmanuel, invocando al Niño que lleva María (“María Grávida”) en su vientre. Es la atención de la Liturgia a La Madre, que ahí empieza su labor corredentora. Ella es la conditio sine qua non para la Redención, para el camino de Redención que eligió Dios. (¡Vaya bobada negar la Corredención!) Y ahí estamos: “Ven, Señor Jesús”.
 
Y luego, también en el Adviento, durante la espera del nacimiento, tenemos la bellísima invocación Veni, veni, Emmanuel, libera a Israel cautivo, que gime en el exilio, privado del Hijo de Dios. Completado con el estribillo: Gaude, gaude: alégrate, alégrate, Israel, nacerá por ti Emmanuel. Con las estrofas que nos recuerdan las siete antífonas mayores.
Pero bien, ya de puestos, vale la pena que repasemos nuestra condición de esclavos, que es la condición previa para la Redención. Recordemos que re-d-émere, finalmente redímere es volver a comprar, recomprar. Y para que alguien te compre, es condición que seas esclavo de otro. Es desde ese punto de partida, de la esclavitud previa, que tiene sentido y se entiende la Redención. Más aún, la apuesta no es la liberación, sino el cambio de dueño: que luego nos hará libres en virtud de nuestra adopción como hijos de Dios. Es que, cuando en el derrumbe del imperio romano se produjo, por incapacidad de los señores, una enorme avalancha de manumisiones de esclavos, la fórmula que se eligió fue la que convertía al esclavo en libre, gracias a que su dueño lo adoptaba como hijo, tras invocarle éste como “padre”. No, no, el Padrenuestro no viene de la nada.
Y, no nos engañemos, durante toda la vigencia de la esclavitud, los esclavos soñaban con la libertad como un sueño lejano e improbable. Tenían posibilidades más realistas de mejorar su condición, si aparecía alguien que quisiera convertirse en su nuevo señor pagándole el precio al actual propietario. Este deseo de redención de los esclavos, de ser comprados (¡redimidos!) por otro dueño, por otro señor, era el más frecuente cuando era malo el dueño que tenían.     
Como andamos presumiendo de que somos libres (¡menuda engañifa!), hemos olvidado que la esclavitud es propia de la condición humana. Eso es así en la antropología judía y cristiana. No lo es, en cambio, en la antropología modernista. Pero bueno, es innegable que “jurídicamente” (y eso, ¿qué es?) somos libres. Pero la realidad objetiva innegable es que somos esclavos: tenemos dueño o dueños que se esfuerzan en proporcionarnos la ilusión de libertad (ilusión envuelta en el brillante envoltorio de un bienestar creciente –hoy decreciente), que nos prodigan un montón de libertades de ficción; que frente a los 10 Mandamientos o Deberes con que Dios puso orden en nuestras conductas, nuestro nuevo dueño nos ha obsequiado con más de una veintena de Derechos (los Derechos Humanos), sin ni un solo mandamiento, sin un deber siquiera. ¡Cuán vana ilusión! Y vamos nosotros y nos lo creemos.
Ese niño cuyo nacimiento conmemoramos estos días, es Nuestro Señor, el que ejercerá su señorío con un nuevo estilo: el nuevo estilo del Amor. El Niño Dios que en vez de hacerse temer en su calidad de Dios Todopoderoso y justiciero, se hace amar con la ternura que ha impreso Dios en nuestras almas ante la fragilidad de todo recién nacido.
Un Dios que se hace amar, un Niño al que es imposible dejar de amar. Un Niño, un Dios que tira de nuestra alma con ternura, que ejerce su señorío desde el Amor. Sí, nos ha nacido el Redentor.
Desde Gérminans Germinabit os deseamos una feliz y santa Navidad.
Virtelius Temerarius

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