Son las diez de la mañana, y desde el pasado domingo 5 de octubre de 2025, la campanita que nos indica que la misa del P. Marfil está a punto de empezar ha dejado de sonar.
Todos conocemos la secuencia de Pentecostés, esa magnífica oración que elevamos al Espíritu Santo pidiendo luz, consuelo, sanación y dones, y que iniciamos de esta forma: Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. ¡Mándanos tu luz desde el cielo!
Qué osados somos, ¿verdad? Ya lo teníamos aquí, en apariencia de sacerdote. Quienes hemos tenido la dicha de asistir a las misas del P. Marfil sabemos que en ellas podíamos saborear las mieles de la eternidad, aunque fuera por un breve instante. Y allí, en medio de la rutina de un domingo cualquiera, uno comprendía que el cielo no está lejos, que basta un alma entregada para hacerlo presente.
“Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.”
Sí, un hombre lleno del Espíritu Santo, un remanso de paz en este mundo, brisa que aliviaba nuestras heridas espirituales. Con su sola presencia, el templo se llenaba de un silencio denso, reverente, de esos que sólo provocan los hombres habitados por Dios. Donde hasta el aire parecía arrodillarse. No había modernidad vacía, sino la Verdad de siempre, esa Verdad que enjuga lágrimas y reconforta.
“Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.”
Una antorcha en medio de este vacío que acecha al hombre en estos tiempos oscuros y de tanta confusión. Un alma que mira al pecado de frente con la fuerza del que no tiene miedo, porque se sabe guiado por la mano de Dios y vive en gracia con Él.
Su voz, pausada y firme, no buscaba convencer, sino convertir. No apelaba a la emoción pasajera, sino a la Verdad eterna.
“Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.”
Así lo hacía, con la naturalidad de quien no se sabe protagonista, sino instrumento. Su sola presencia traía consuelo, y en su mirada habitaban la paz y la calma propias de quien vive unido al Padre.
A través de Cristo, nos dio de beber en medio de esta sequía espiritual que padecemos en Barcelona, fruto de la falta de formación y de doctrina que hoy
impera en tantas parroquias. ¿Cómo habrán de guiarnos ahora por el sendero recto, si los primeros en torcerse son precisamente quienes deberían conducirnos?
“Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.”
Sentiremos el vacío de su partida. Faltan sacerdotes como él, hombres que no acomoden la Palabra. Por eso sus palabras calaban: porque nacían del silencio de la oración y del amor a las almas.
Nos queda su ejemplo, su fidelidad y esa certeza que transmitía al celebrar: que Dios sigue actuando en medio de nosotros, aunque el mundo parezca no verlo.
Que el Espíritu Santo, al que sirve con tanta humildad, renueve a la Iglesia y nos conceda pastores santos, valientes y fieles, que nos conduzcan por el camino recto y mantengan encendida la llama de la fe.
Y que, cuando vuelva a sonar la campanita, sintamos en lo más profundo del alma que no se ha apagado su voz, sino que nos recuerda que el cielo no está lejos… que basta un alma entregada para hacerlo presente
Miles Christi


Este año, en una de las misas del día de la Mercè en la Basílica, me fijé que el Padre Marfil había venido supongo desde San Isidro sólo para saludar a la Virgen y ponerse en el confesionario. A confesar, sin hacer ruido, seguramente como regalo para la patrona de la ciudad, a los barceloneses que se acercaran en este día tan especial. Hay más sacerdotes así, seguro, pero desde luego esto dice mucho de él. También he asistido a alguna misa suya en San Isidro y me removió su forma de celebrar, quizá por su solemnidad y recogimiento, que ensalzan el misterio. Una pena que se vaya.
ResponderEliminarUn Santo sacerdote. Pero jamás estarán dispuestos a reconocer sus frutos y no servirá aquello de "por sus frutos los conoceréis". Aborrecen sus frutos porque son buenos, mientras aceptan todo tipo de tropelías "porque dan frutos", porque "llenan" iglesias y va mucha gente y tienen gran éxito.
ResponderEliminarEstamos en tiempos de apostasía donde no se tolera la sana doctrina, se odia lo sacro, se aborrece lo sobrenatural. Dios nos pille confesados.
Nos queda la duda de si la marcha del P. Marfil ha sido espontánea o inducida.
ResponderEliminarY, en fin, respeto su decisión, pero creo que en una época en que los buenos sacerdotes escasean, al hacerse ermitaño probablemente a los fieles de una labor pastoral muy necesaria, aunque solo fuera celebrando la Santa Misa para ellos.