Solsona se derrite: la pastoral del helado de nata

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Hay imágenes que, por su aparente inocencia, revelan más de lo que esconden. La fotografía del obispo Francesc Conesa, titular de la diócesis de Solsona, disfrutando de un helado en compañía de un joven en el Jubileo romano, con ademán desenfadado y gesto distendido y risueño, podría parecer una escena trivial, propia de una jornada veraniega, de visita pastoral a unas colonias del obispado. 
Pero evidentemente no era ésa la circunstancia. En el contexto actual de la Iglesia, donde cada gesto del pastor se convierte en signo de lo que quiere ser el episcopado, esta instantánea merece una lectura más profunda. En efecto, ni fue un acierto en su momento que el obispo se disfrazase de demonio en las fiestas de La Patum de Berga (desnaturalización de las fiestas del Corpus Cristi), con reportaje y todo, ni tampoco es la de hoy la imagen que cualquier fiel espera de un obispo.
No se trata de censurar el disfrute de un helado —Dios nos libre de tal rigorismo—, sino de preguntarnos qué representa esta trivialización (más bien diría vulgarización) de la persona del obispo en el imaginario de los fieles. ¿Se imaginan una foto del papa comiendo un helado fuera de todo contexto? ¿Es este el pastor que vela por sus ovejas, que custodia la doctrina, que se presenta como signo de lo sagrado? ¿O es más bien el animador de una parroquia convertida en centro juvenil con bar incluido, donde la cruz se diluye entre cucuruchos y sonrisas? Les aseguro que nuestros políticos no dejarían publicar una imagen suya comiendo un helado: dando la imagen, queriendo o sin querer, de que eso forma parte de su ministerio, digna de ser destacada.
La figura episcopal, otrora revestida de dignidad y gravedad, parece hoy sometida a una operación de marketing emocional. El obispo ya no es maestro de la fe, sino compañero de juegos y de juergas moralmente irreprochables. Ya no enseña desde la cátedra, sino que se mimetiza con el ambiente, buscando la aprobación del público infiel en primer lugar, y por añadidura, del público fiel en gestos simpáticos. ¿Dónde queda entonces el munus docendi, el deber de enseñar, cuando el mensaje se reduce a una imagen de Instagram?
El episcopado ya no predica la cruz, sino la comodidad y la distensión. Ya no exhorta al sacrificio, sino al entretenimiento. Ya no distingue lo sagrado de lo profano, sino que se mezcla todo en una confusión que ofende a Dios y escandaliza a los fieles.
El obispo, revestido del carácter indeleble del orden sagrado, no está llamado a ser simpático, sino santo. No está llamado a agradar al mundo, sino a salvar almas. No está llamado a compartir helados (si lo hace, no ha de ser esa la imagen con la que se promocione), sino a distribuir la gracia.
Cualquier persona sensata, al contemplar esta escena, no dudaría en señalar la frivolidad como síntoma de una enfermedad más profunda: la secularización interna del clero y del mismo episcopado. El abandono de los signos externos de lo sagrado —la sotana, el silencio, la oración pública— no es casual, sino parte de una estrategia que busca hacer de la Iglesia una ONG simpática (sin la cruz, por no ofender a sus principales beneficiarios), al estilo del Open Arms de Soros, desprovista de misterio y alineada con la Agenda 2030: “no tendrás nada -ni siquiera la fe- y serás feliz”.
Y mientras tanto, el pueblo fiel, ese que aún busca en sus pastores un reflejo de Cristo Sacerdote, se encuentra con obispos que se confunden con monitores de campamento. Hasta el punto de que la cruz que cuelga del cuello del obispo Conesa y descansa al descuido, con cierta irreverencia, en la ligera prominencia de su barriga) parece más un accesorio de bisutería que un signo de redención. El helado (centro nuclear de la imagen en que ha querido o ha permitido identificarse el obispo), símbolo de lo efímero, se convierte en metáfora de una pastoral que se derrite ante el calor del mundo. Y justamente por su naturaleza tan efímera, se administra en pequeños comprimidos a los que se supone una alta eficacia. Las fórmulas, las tiene el obispo.
Y el joven que le acompaña, señalando (¿al fotógrafo?) con el pulgar en alto, el “me gusta” (like) de la situación y de su inmortalización en la foto. Nada que objetar, sino la trivialización de la figura del obispo, de la elección de esa foto tan fresca para resaltar su dignidad episcopal.
No se trata, pues, de nostalgia, sino de identidad. La Iglesia no necesita obispos simpáticos, sino santos. No necesita gestos vacíos, sino signos que hablen de eternidad. Porque si el episcopado se banaliza, ¿qué quedará del sacramento del orden, del cual piensan que son dueños? ¿Qué quedará del testimonio profético?
Solsona, tierra de profundas raíces cristianas, regada por la sangre de sus mártires y, a la vez, maltratada por el escándalo de obispos extraviados, merece un pastor que sepa conjugar cercanía con profundidad, alegría con reverencia. Y los jóvenes, esos que hoy ríen junto al obispo, merecen algo más que unos helados: merecen una Verdad que no se derrita y que les conduzca a una eternidad bienaventurada.
Lluís Llagostera 

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