¿En
una democracia liberal el derecho a la libertad religiosa y de culto
debería tener un valor casi sagrado? Esta es la cuestión central que
plantea el pronunciamiento de la Conferencia Episcopal en contra de la
decisión de Jumilla de prohibir la celebración de
«actividades culturales, sociales o religiosas ajenas al Ayuntamiento»
en las instalaciones deportivas. Medida que, de facto, impide la fiesta
del cordero y otros actos religiosos de la comunidad musulmana.
Aparentemente,
la nota de los obispos españoles, que se alinea con el Gobierno, la
Comisión Islámica y el canon de la corrección política, está cargada de
sentido cívico y de doctrina constitucional: el artículo 16 ampara como
un derecho fundamental la libertad religiosa. Sin embargo, los obispos
omiten que esa libertad de culto termina cuando vulnera los derechos fundamentales de otros o cuando se convierte en una amenaza para el propio sistema democrático. La libertad, pues, no significa impunidad.
En
el caso del islam, es evidente que, en la interpretación actual que
hacen los imanes integristas, promueve una ideología religioso-política
que es incompatible con una democracia plena, ya sea al limitar el papel
de la mujer musulmana, condenándola a ser una ciudadana de segunda,
casi invisible, o al aspirar a que la sharía sea la ley fundamental
sobre la que se organice toda la vida social y política. Tamaña
vulneración de derechos fundamentales justificaría un mayor control del
Gobierno y del resto de administraciones públicas sobre las actividades
de los líderes musulmanes en España.
Estos
necesarios límites a la libertad religiosa, lógicamente, incomodan a la
Conferencia Episcopal, en cuya nota sobre la polémica de Jumilla -donde
el ayuntamiento, más que poner trabas, debería haber garantizado la
normal participación en la fiesta de las mujeres- afirma que la única
intervención posible de las autoridades es para evitar «la perturbación
del orden público que estas celebraciones puedan causar». Y digo
lógicamente porque hay comportamientos y discursos en el seno de la
Iglesia española que son una amenaza para nuestro sistema democrático y
que han quedado impunes o, incluso, fueron premiados.
Es el caso del actual arzobispo de Tarragona, Joan Planellas, quien se permite acusar a otros de xenofobia cuando fue uno de los incontables curas catalanes que, durante el procés,
convirtieron sus parroquias en iconos del independentismo, colgando
esteladas y lazos amarillos. O que en sus homilías alentaron y
justificaron el golpe. Un intento de socavar la democracia española con
el aval de un Dios (¿catalán?) que guarda un inquietante parecido con el
que algunos imanes integristas llevan a cabo en nombre de Alá.
*Escrito publicado por Iñaki Ellacuría en el diario "El Mundo" el 15 de agosto de 2025