VUELVE EL SANTO OFICIO, MODERNIZADO

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Efectivamente, estamos ante una profunda renovación de la Iglesia. Se renuevan, por tanto, además del colegio cardenalicio (¡y de qué modo!), sus principales Dicasterios. Entre ellos, el que defiende la Doctrina de la Fe. Pero como hoy lo que importa no es la Fe, sino la Moral (a cuyo servicio se pone la Fe), a lo que se dedica ese Dicasterio es a definir y promocionar la nueva moral de la Iglesia y a imponerla por todos los medios a su alcance. El más eficaz, no sólo en la Iglesia, es el espionaje, el llamado Servicio de Inteligencia (ésa, la más artificiosa, parece ser, en efecto, la inteligencia por antonomasia). En consecuencia, el “Servicio de Inteligencia” de la Iglesia, (antaño el Santo Oficio, persigue a quien conviene. Se entiende que por el bien de la Iglesia, cuya definición está, obviamente, en manos del Santo Oficio. 
Está claro que del antiguo Santo Oficio al actual Dicasterio de la Fe, ha habido cambios sustanciales en cuanto a metodología operativa. La antigua tortura física (no es fácil olvidar el caso de SANTA Juana de Arco) , recurso tan común en el antiguo régimen, ha sido sustituida por sofisticados métodos conductistas que dejan al disidente aislado y fuera de juego. El que no está de acuerdo con la nueva moral de la Iglesia, ha de callar “prudentemente” si no quiere ser tachado de retrógrada, ser rigurosamente ‘investigado’ y a partir de ahí, de cosas mucho más desagradables. Y por supuesto, la investigación le ha de calar hasta los tuétanos. Si no cae por el sexto, caerá por el contexto; y si no, por el octavo. De ahí que la autocensura funcione a la perfección. Sicut erat in principio…, pero sustituyendo la tortura por la muerte civil y eclesiástica.
El otro gran capítulo que ha cambiado, ha sido la antigua delación. Hoy podemos decir que el índice de delaciones (me refiero a los clérigos) es más alto que nunca. Eso corre a cuenta de los abultadísimos archivos del Santo Oficio: la casi totalidad son delaciones de delitos y abusos de pederastia. Con una gran elasticidad en el capítulo de los abusos, de modo que es fácil incluir en él a inocentes más o menos inocentones desprevenidos. Lo cierto es que el Santo Oficio tiene en sus manos la administración férrea de un número importante de sacerdotes y sobre todo obispos (pecados de omisión transformables en pecados de ocultación y connivencia) cuyo expediente puede salir a la luz cuando así lo requiera el poder eclesiástico. Sobre la cabeza de todos ellos pende la espada de Damocles. 
Juan de Mariana (1536-1624)
Pero esto no es nuevo, véase este texto del jesuita Juan de Mariana (1536-1624), retrato de lo que era ya la Compañía de Jesús en aquel entonces en cuanto a las delaciones, llamadas en lenguaje jesuítico “sindicaciones”: las  "informaciones secretas de faltas ó defectos ajenos, hechas al superior en secreto y sin probanza y sin oir las partes [...] Mas la experiencia muestra que, no solo el superior, especialmente ausente y que no conoce de vista y trato los sugetos, no alcanza esta noticia, sino que antes se confunde y todo se escurece. Las informaciones, como son de muchos, las mas veces van encontradas; uno dice blanco, otro negro; en las mas hay encarecimiento, imaginaciones y engaños, por no decir que a veces hay embustes y mentiras. Por lo menos, faltar una circunstancia en el hecho le hace de malo bueno, como se experimenta cada dia. Es un veneno de la union y caridad fraterna que no fien unos de otros, antes bien teman que los venderá quien pudiere por ganar gracias. ¡Daño gravísimo!".
Evidentemente, al cabo de 600 años no han cambiado excesivamente los usos y abusos de la Compañía. No son pocos los que atribuyen los frecuentes resbalones del papa por lo que se refiere a la activación del Santo Oficio, a esta forma tan jesuítica de llevar los asuntos de la Iglesia. 
Obsérvese que hoy a todo sacerdote se le exige un certificado negativo de pederastia (a eso se le llama presunción de culpabilidad): tiene que declarar (y mañana le tocará demostrar) su inocencia en esta materia. Humillante para la Iglesia y para sus sacerdotes. Es que la Iglesia ha aceptado el principio de que los sacerdotes, por el hecho de serlo, están bajo sospecha de pederastia y han de demostrar (de momento, sólo mediante declaración) que no han incurrido en ella. Dura, durísima situación. Rastrera.
Derivación inevitable de este principio, son unos abultadísimos archivos de denuncias de delitos de pederastia contra sacerdotes. (Y digo pederastia, es decir “abuso” sexual con menores, porque siguiendo la moral del mundo, el renovado Dicasterio para la Doctrina de la Fe no considera ni delito ni pecado cualquier otra actividad sexual de los sacerdotes). Unos archivos para los que ha habido una extraordinaria voluntad de abultamiento (véase la campaña feroz de El País sacando abusos sexuales de sacerdotes hasta de debajo de las piedras, totalmente asumida por la Iglesia y extrapolando esos datos estadísticamente, de modo que resultan unas cifras de abusos de vértigo): no hay más que ver el lamentable tratamiento que de ello hizo la Conferencia Episcopal durante el mandato del cardenal Omella.
Admitamos tres circunstancias. Primero: que la inmensa mayoría de acusaciones son fundadas. Segundo, y más importante, que siendo tan enorme el número de acusaciones fundadas, la Iglesia no las somete todas a investigación y sanción (imposible desde el momento en que los obispos han abdicado de su responsabilidad), ni aplica para todas ellas los mismos criterios. La jerarquía vaticana “selecciona” los casos según criterios totalmente arbitrarios de oportunidad. Tercero: que entre las acusaciones también las hay gratuitas e infundadas y que, según de quién se trate, reformista o tradicionalista (ahí están los casos del cardenal Pell o el difunto mosén Mariné) la Iglesia los frena prudentemente (¿qué tal lo del párroco del Guinardó? o les da curso incluso con fruición. 
Un problema añadido en la Iglesia es la extensísima definición de abusos sexuales, en la que se incluyen desde violaciones hasta el roce desafortunado o el saludo excesivamente efusivo, susceptibles de ser interpretados a conveniencia. 
¿Qué es lo que tenemos, pues, en realidad? Pues la realidad es que la tortura física de antaño, ha sido conmutada por la tortura psíquica del chantaje perpetuo (una especie de cadena perpetua a la que sólo la muerte puede poner fin): lo mismo que ocurre en el mundo y además en idéntico frente: el de la utilización de la infancia para satisfacer caprichos sexuales. En efecto, la altísima política del mundo occidental está toda ella bajo el chantaje de la trama Epstein y colaterales. Precisamente una de las promesas electorales de Trump es que, si accede a la Casa Blanca, publicará la lista completa de la extensa clientela de Epstein. Andaremos y veremos.
Teniendo en cuenta la enorme concentración de poder que da manejar las acusaciones contra tantos miles de sacerdotes, obispos y cardenales (entre estos últimos, abundan las de ocultación, connivencia y similares) es obvio que el “servicio de inteligencia”, que en realidad es el “servicio de chantajes” de la Santa Sede, esté en manos de unos pocos (muy pocos) que cuentan con la máxima confianza del Santo Padre. Y obvio también, que en momentos de gran convulsión reformista totalitaria, los abultadísimos archivos policiales son un arma potentísima para evitar cualquier amago de levantamiento. La clave está en que incluso cardenales tienen cadáveres en el armario, lo que les impide cumplir su misión de consejeros y amonestadores del papa. 
Virtelius Temerarius

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