Me he detenido muchas veces ante el belén recién montado, atraído por los colores de las figuras, por las luces, por los ruidos, por las varias escenas de vida cotidiana de la pequeña aldea de Belén. Sin embargo, este año sólo he tenido ojos para el pesebre. No para el pesebre en cuanto tal, sino por ese “estar vacío” pronto para acoger a alguien. Aquel pesebre acogió al Señor: no hay lugar para Él en la posada. Los hombres no lo acogieron y el Hijo del Hombre encontró calor allí donde las bestias comen su heno. Únicamente los pañales en los que María lo había envuelto, a duras penas nacido, para calentarlo. ¡Qué extraña es la Navidad! Es la fiesta del rechazo de Dios y de la acogida que Éste, por su parte, hace del hombre.
Más me fijo en aquel pesebre más me doy cuenta que allí se encuentra todo el sentido de ese nacimiento, de la misión de Jesús: es el cumplimiento de las promesas de Dios, es la salvación hecha carne, es el Amor hecho hombre. El pesebre es el sueño de Dios, de Aquel Padre que desea devolver dignidad a la criatura que traiciona, mata, viola, genera injusticias y sufrimientos. Es el sueño de Dios que por nuestro amor se hace hombre en nosotros para recordarnos que nuestra verdadera identidad es la de ser como Él.
Es a aquel pesebre que hemos de volver para reencontrarnos a nosotros mismos, para ser verdaderos hombres. Es aquel sencillo y pobre pesebre que hemos de contemplar para recuperar nuestra autentica humanidad. Navidad es el sueño que Dios tiene de querer ver aquel pesebre siempre vacío, siempre libre, porque para cada hombre que nace, que viene a la luz, debería haber siempre un lugar cálido y acogedor en el que reposar. Y con pañales que lo envuelvan como un abrazo, venciendo así el frío de la indiferencia que mata.
Si para el Niño de Belén, el Hijo de Dios, no había lugar entre los hombres, para nosotros en cambio siempre habrá un lugar en el corazón de Dios, de aquel Dios que restituye dignidad y belleza a toda carne. Sin amor, sin Dios, el hombre experimenta el infierno en la tierra porque “infierno es allí donde no está Cristo”(Paul Claudel)
Hoy Jesús nace en el pesebre de tantas vidas destrozadas, de tantos corazones incomprendidos, rechazados, maltratados, endurecidos y embrutecidos por el pecado y el egoísmo, y a todos devuelve la luz, la paz, la fuerza, la valentía, el gozo, la libertad…
Jesús quiere nacer cada día en nosotros para envolvernos en los pañales de su amor, en el calor de su abrazo. ¡Pero el sueño de Dios no concluye aquí, no puede acabar así! Su sueño continúa y espera que todo hombre, toda criatura se haga pesebre, cuna, casa para sus hermanos.
Es verdad que cada año nos llenamos la boca de estas palabras altisonantes. Por Navidad parecen letanía de la obligada cantilena de “buenismos”, casi un antídoto a nuestras Navidades fiesteras y consumistas, mientras nuestro egoísmo nos vuelve cada vez más obesos e indiferentes. A menudo, también en nosotros, no hay lugar para el amor, para la acogida de aquellos últimos, en los que tú mismo a veces te has colocado. Libéranos, Señor, del fardo pesado de todo cuanto nos impide amar y ser libres. Devuélvenos, en esta Navidad, el gusto de las cosas simples que demasiadas veces damos por hechas, el gozo de lo esencial. Sorpréndenos una vez más y haznos descubrir que es bueno que Tú estés aquí, entre nosotros, débil e indefenso Niño, radiante y perturbador Misterio. Y susurra a mi corazón, a nuestro corazón en esta noche: es un regalo que estés aquí.