A vista de pájaro, Jerusalén se alza majestuosa sobre el horizonte: ciudad de rostro triste, doloroso, oscurecido. El Maestro de Nazaret repasa con su mirada aquellos lugares que ha recorrido durante tres años en cumplimiento de su labor de profeta: las tortuosas calles donde ha predicado la Buena Noticia, las plazas donde ha sanado a paralíticos y jorobados, los callejones iluminados de oscuridad donde ha devuelto la vista a los ciegos. La piscina con sus enfermos en espera, el Templo de donde ha expulsado a latigazos a los profanadores, el chaflán donde la mujer encorvada se enderezó resanada y el hombre articuló la mano encogida. Amargos recuerdos. Por un amigo enviado a casa curado, diez, cien enemigos han surgido contra Él. Han maquinado y cocido día tras día la gran venganza. Rostros de fariseos, historias de saduceos, encuentros con sacerdotes, ataques de ira de los doctores de la Ley, miradas encendidas de escribas, de doctos y sabios, fragmentos de humana incomprensión que Jesús cruza en aquella fatigosa subida que tiene atada la imperfección de la tierra de Galilea con la majestuosidad perfecta de las praderas celestes.
Amores, costumbres, lugares, astucias nuestras y de otros, nostalgias cultivadas, dulces venenos del pensamiento, fragmentos de deseo o de sueño, los hijos, la esposa, los amigos: ¿tomar o dejar? "¿Maestro, cual es el más importante entre los mandamientos de la Ley? -pregunta un doctor soñando encontrar desprevenido a Aquel desconocido tan incómodo-.
Lo pregunta en nombre suyo, lo hace en mi lugar, lo pregunta haciéndose eco de una humanidad devastada por el deseo de desnudez y transparencia. Lo pregunta porque invoca una respuesta. Y aquel Maestro, tan fascinante porque es el custodio de una encantadora extrañeza, te conduce a una locura. Seiscientos trece (613) preceptos impresos en los pergaminos, miles de profecías pintadas en las gargantas resecas de los profetas, cientos de rostros exhaustos que pasan por la memoria, todo resumido en un imperativo: ¡Amarás! ¡Amarás! No: “te aficionarás” “te encariñarás” “te dejarás seducir” “te encandilarás” “acariciarás”, “tendrás predilección por”. ¡No!: ¡Amarás!
Conquista esta elegante finura de un Hombre salido de treinta años de embarazoso silencio: no revoluciona el contenido de la Ley, no cancela el grito furibundo de los profetas, no desmantela la tradición milenaria incrustada en los oídos de Israel.
Demasiado fácil para un Hombre como Él, su genialidad va más allá: reorienta las miradas del hombre. Aquel hombre que desde el primer latido de la Creación ha enamorado a Dios celosamente. ¡Y ay del que toque al hombre! Sólo una cosa está permitida: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. ¡Elegante su astucia! Como a ti mismo: primero ámate a ti mismo. Vive por ti mismo. ¿Cómo hacerlo? Viviendo y encontrando el tiempo para abrazar a tus propios hijos, de estar junto a tus amigos, de charlar con tus padres (aunque sea pesado) de dejarte adelantar por la autopista.
Vivir es abandonarse y decir: “Este soy yo. Me gusto. Felicidades”. Vivir es regar las plantas del jardín, acariciar a unos gatitos, pintar una sonrisa mientras se mima a un anciano. Vivir es seguir plantando olivos a los ochenta años con la esperanza de verlos florecer. Cada persona es un abismo y cuando la contemplas por dentro tienes vértigo. Abismo, vértigo, locura: los límites insondables de que está imbuida la criatura humana. “Con todo tu corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas”: estamos viajando al confín de lo humano, pues este Hombre te pide viajar hasta las fronteras del Eterno, rompiendo paralelos y meridianos y sentarte en el umbral del mundo.
Esta noche hazte un regalo. Mírate al espejo y felicítate a ti mismo. Únicamente después estaremos equipados para amar a nuestro prójimo también.