En la solemnidad de “Todos los Santos” que precede a la conmemoración de los Fieles Difuntos, la Iglesia quiere presentarnos aquello que será nuestro verdadero mañana. Todos sabemos que esta vida es una breve peregrinación que Dios Padre al crearnos ha pensado para nosotros, para que lleguemos a la felicidad eterna con Él. Tal cual. Es así como el apóstol Juan describe el día después de la eternidad:
“Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás.» Me respondió: «Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por esto están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos. Ya no tendrán hambre ni sed; ya nos les molestará el sol ni bochorno alguno. Porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos.»
¿Estaremos nosotros entre aquella muchedumbre? Es la pregunta que ha de acompañarnos en la vida de cada día, porque el hecho de no estar querrá decir que nos hemos equivocado del todo en la vida, caminando en la dirección equivocada.
Observando cómo muchos viven la vida, sin un pensamiento o sin un objetivo de santidad, nos quedamos estupefactos y parece imposible tamaña irreflexión. ¡Resulta tan raro admirar los trazos de la santidad o al menos la tensión hacia la santidad, en la gente que nos rodea como si esta fuese el privilegio de algunos y no la vocación de todos!
Sin embargo la palabra Santo debería acompañar siempre a la palabra cristiano. ¿Nos preguntamos quién se dirigirá hacia la patria eterna del cielo? Es una pregunta que surge especialmente al comparar la gran dificultad que tenemos en trasplantar lo divino en cada uno, que en nosotros se llama santidad.
Querríamos ser humildes y nos damos cuenta de que tantas de nuestras actitudes están empapadas de soberbia. Querríamos ser pobres en el espíritu para llenarnos el corazón de amor, y nos encontramos con las manos sucias de tantas cosas a las que estamos apegados hasta convertirnos en cerrados hacia la más elemental generosidad que nos enseña a librarnos de nosotros mismos y abrirnos a la luz y a la caridad. Querríamos tener en el corazón a todos, sobre todo a los que sufren y son pobres, y a veces somos insensibles y distraídos hacia nuestros mismos familiares más queridos y allegados, malos con los vecinos, prepotentes con nuestros compañeros, capaces únicamente de optar por la comodidad que lleva a la indiferencia.
Impresiona ver a tantos, y demasiados jóvenes, quemar cotidianamente la vida, como una hoguera de las vanidades, que reclaman disfrutar hoy. Desearíamos gritar contra todo aquello que nos es ofrecido como alternativa al Cielo: un puñado de ilusiones, que son moda, y aquel desprecio del gran bien que es la vida vivida santamente.
¿Pero quién en esta vida ha sabido apoderarse de la felicidad? ¿Quiénes son los santos? Oigamos las palabras del papa Francisco, siempre profundas, directas y atractivas:
"Los santos no nacen perfectos: al igual que nosotros, como todos nosotros, son personas que antes de llegar a la gloria del cielo han vivido una vida normal, con alegrías y tristezas, luchas y esperanzas". La diferencia con el resto de la humanidad es que "cuando se dieron cuenta del amor de Dios, lo siguieron incondicionalmente, sin componendas ni hipocresía, sino que pasaron su vida en el servicio a los demás, soportaron el sufrimiento y la adversidad sin odio y respondieron al mal con el bien y la alegría, y derrochando paz. Los santos son hombres y mujeres que tienen alegría en su corazón y se la transmiten a los demás.
Preguntamos: ¿Pero la santidad es accesible a todos o sólo una elección heroica de alguien que Dios favorece en particular? ¡Como si ante el Padre no fuésemos igualmente amados y llamados a la felicidad! Es un pensamiento absurdo pero rentable, sobre todo en estos días.
Sin embargo son esclarecedoras las palabras de Francisco. Ser santo no es un privilegio de unos pocos, es una vocación para todos. Todos estamos llamados a recorrer el camino de la santidad y esta calle tiene un nombre y un rostro, el rostro de Jesús, el Señor. Él en el Evangelio nos muestra el camino: el de las bienaventuranzas. El Reino de los Cielos, de hecho, es para aquellos que no ponen su seguridad en las cosas, sino en el amor de Dios; para aquellos que tienen un corazón sencillo y humilde: no presumir de ser justo y no juzgar a los demás; para los que saben cómo sufrir con los que sufren y se alegran con los que se gozan; para aquellos que no son violentos, sino misericordiosos tratando de ser constructores de la reconciliación y la paz".
Es demasiado precioso el don de la vida, este regalo incomparable del Padre, que ya podemos gustar aquí, si somos realmente sabios y prudentes, como las vírgenes del Evangelio. En esta existencia podemos hacer un maravilloso bordado de penurias y alegrías, compromisos y entretenimientos, amor y amistad, entrelazados armoniosamente con la debilidad y el perdón, como los colores del arco iris. La sabiduría del Evangelio es la manera de alcanzar esos propósitos.
También en estas fechas conmemoramos a nuestros difuntos, por lo que las visitas al cementerio nos ayudan a reflexionar sobre el verdadero sentido de nuestra vida. Estas tumbas nos hablan del gran misterio de la muerte, pero también, si tenemos fe, de una nueva vida después de la muerte. No es posible que todo termine allí, bajo un puñado de tierra, como si nunca hubieran existido. ¿Cómo es posible que el gran afecto que nos une en la vida, conozca su fin? Si hay un bien mayor, que siempre sobrevive, es el amor: tanto es así que al visitar sus tumbas sentimos la alegría y el deber de orar por ellos. ¡Habla con ellos, para hacer algo por aliviar el posible sufrimiento de purificación, que todavía tienen que aceptar. Muchos tienen la oportunidad de ser generosos en sus ofrendas a los pobres o para ofrecer misas por todos. Ejemplos que afirman la certeza profunda de que nuestra vida sigue. Después de todo, esperamos, queremos estar. Todos podemos formar parte de esa gran multitud que nadie puede contar. La única condición es vivir la vida según Dios y no según el mundo.
En una de las últimas catequesis, Francisco ha mostrado lo que significa vivir según Dios: estar en espera. Pero ¿de quién? Del regreso de Jesús. Debemos preguntarnos, sin embargo, con gran sinceridad, si somos realmente testigos luminosos y creíbles de esta esperanza. Nuestras comunidades, ¿siguen viviendo bajo el signo de la presencia del Señor Jesús y de la cálida espera de su venida, o parecen cansadas, entumecidas, bajo el peso de la fatiga y la resignación? También nosotros corremos el riesgo de quedarnos sin el aceite de la fe y el óleo de la alegría. Tengamos cuidado y estemos alerta.
Invoquemos a la Virgen María, Madre de la esperanza y Reina de los Cielos, para que siempre mantengamos una actitud de escucha y espera, impregnada del amor de Cristo y podamos gozar un día de la dicha sin fin, en total comunión con Dios. Y no olvidemos que de este modo “estaremos siempre con el Señor." Repitámoslo a menudo. Visto pues de esa manera, lo que nos debe importar es ser verdaderos cristianos, cristianos santos.