Desde los primeros apuntes, la palabra de Dios de este domingo XV per annum focaliza nuestra mirada sobre el carisma de la profecía. ¿Es el carisma profético un don particular destinado a almas escogidas? No, en virtud del bautismo todos somos profetas, consagrados como pueblo real, sacerdotal y profético. Eso nos puede asombrar como le ocurrió a Amós: “No era profeta ni hijo de profeta, era un rabadán…el Señor me llamó mientras pastoreaba el rebaño”. Sin embargo todos estamos destinados al ejercicio de este ministerio por el bien de la Iglesia. Veamos como Amós nos puede ayudar a comprenderlo y vivirlo.
El sacerdote “oficial” del Templo quiere de alguna manera bloquear su intervención, incomoda, inoportuna, porque predice desventuras al rey Jeroboam diciendo: “De espada morirá Jeroboam e Israel será conducido al exilio lejos de su tierra”. Ante esto, Amós apela a Dios mismo, reivindicando el carácter divino de su mandato. “Tú dices: no profetizar contra Israel, no hablar contra la casa de Isaac.” Amós no dice nada por sí mismo, habla palabras de Dios, refiere lo que ha oído.
He aquí una primera e imprescindible característica del profeta: haber escuchado la palabra de la boca misma de Dios. De hecho, el mismo término lo dice. Profeta deriva del término griego “profetés”, vocablo compuesto por el prefijo pro-(en lugar de, en vez de...) y del verbo femi (hablar) por lo que el profeta es el que habla “en lugar de” o en nombre de Dios. Pero para realizar esto es necesario primero el haber escuchado. El salmista, como un eco del profeta Amós, afirma: “Escucharé qué dice Dios, el Señor”. Así pues, la profecía se nutre y a alimenta ante todo del silencio y de la escucha atenta. De otro modo corremos el peligro de decir palabras nuestras, palabras estériles y vanas, palabras humanas y no divinas.
El profeta dice lo que escucha, a riesgo de exponerse y arriesgarse en primera persona. No habla de intereses personales, por amor de la verdad escuchada pone en juego la propia persona, la propia vida. Amós sabe que las consecuencias de su intervención podrían ser dramáticas, pero él obedece a la voz de Dios. No busca complacer al poderoso de turno, no tiene como objetivo su propia carrera. Dice lo que escucha, nada más. Esta sobriedad de carácter incisivo, el profeta la aprende en el silencio de Dios.
Pero vayamos al Nuevo Testamento, a la enseñanza de Jesucristo. También Él llama a los doce sorprendiéndoles en medio de sus ocupaciones cotidianas, más o menos honestas. Así se realiza la llamada de Dios siempre: irrumpe en la simplicidad de lo cotidiano, incluso no siempre en línea con el espíritu del Evangelio. ¿Y qué equipaje entrega para el viaje? Bien poco, más bien recomienda no llevar. “No toméis nada, sólo un bastón, un par de sandalias y una túnica de muda” Y si necesitásemos algo más, seremos provistos de ello, Si te fías, bien; si no más vale que ni te pongas en camino. Si hay algún equipaje del que el Señor Jesús provee es la fuerza para derrotar al mal, es decir, algo que no se ve, no se mide, que no es tangible, que sólo puede notarse por sus efectos. Entretanto es necesario partir y confiarse, el poder de Dios se manifestará en el momento oportuno. Y no sólo eso. Hay que contar con la posibilidad de estar expuestos al rechazo, a la incomprensión. Todo eso está previsto. Y entonces hay que marchar y volver a partir hacia otro lugar impreciso.
La fe, pues, la valentía, la franqueza, la sobriedad, la confianza en Dios: estas son las prerrogativas de los hombres de Dios. ¡Nuestras prerrogativas! Todo esto en la certeza de haber recibido de la boca misma de Dios la misión, la palabra para entregar a los hombres, para ayudarles a leer la historia con los ojos de Dios, a descubrir en su pequeña historia personal la gran historia de la salvación. Y además, todo esto consignado a personas frágiles como nosotros. Encarnándose en la boca del profeta, la palabra corre el riesgo de las debilidades propias de la carne. Y a pesar de eso Dios se encarna, Dios arriesga.
Pero vayamos al Nuevo Testamento, a la enseñanza de Jesucristo. También Él llama a los doce sorprendiéndoles en medio de sus ocupaciones cotidianas, más o menos honestas. Así se realiza la llamada de Dios siempre: irrumpe en la simplicidad de lo cotidiano, incluso no siempre en línea con el espíritu del Evangelio. ¿Y qué equipaje entrega para el viaje? Bien poco, más bien recomienda no llevar. “No toméis nada, sólo un bastón, un par de sandalias y una túnica de muda” Y si necesitásemos algo más, seremos provistos de ello, Si te fías, bien; si no más vale que ni te pongas en camino. Si hay algún equipaje del que el Señor Jesús provee es la fuerza para derrotar al mal, es decir, algo que no se ve, no se mide, que no es tangible, que sólo puede notarse por sus efectos. Entretanto es necesario partir y confiarse, el poder de Dios se manifestará en el momento oportuno. Y no sólo eso. Hay que contar con la posibilidad de estar expuestos al rechazo, a la incomprensión. Todo eso está previsto. Y entonces hay que marchar y volver a partir hacia otro lugar impreciso.
La fe, pues, la valentía, la franqueza, la sobriedad, la confianza en Dios: estas son las prerrogativas de los hombres de Dios. ¡Nuestras prerrogativas! Todo esto en la certeza de haber recibido de la boca misma de Dios la misión, la palabra para entregar a los hombres, para ayudarles a leer la historia con los ojos de Dios, a descubrir en su pequeña historia personal la gran historia de la salvación. Y además, todo esto consignado a personas frágiles como nosotros. Encarnándose en la boca del profeta, la palabra corre el riesgo de las debilidades propias de la carne. Y a pesar de eso Dios se encarna, Dios arriesga.
A la luz de todo esto es hermoso leer el canto de San Pablo en la carta a los Efesios: “Dios nos ha elegido antes de la creación del mundo para ser santos…”: es la llamada que nos alcanza allí donde estamos. “Él ha derrochado en nosotros esta abundancia de gracia, haciéndonos conocer el misterio de sus voluntad”
La misión que ha confiado a cada uno de nosotros, palabra de salvación revelada en el silencio para que la entreguemos al mundo, y dándola llevemos el fruto que el Padre espera de nosotros. En Él hemos sido constituidos herederos, predestinados para alabanza de su gloria que se revela en nuestra vida redimida, cuando obramos en su nombre para la salvación de los hermanos.
Un canto de alabanza y gratitud a Dios, que obra cosas admirables en la pobreza de nuestra condición de criaturas, y salva al mundo a través de instrumentos frágiles como nosotros “según el designio de amor de su voluntad y según la riqueza de su gracia.”