Ante este extraordinario relato de la multiplicación de los panes y los peces, corremos el riesgo de olvidar que esta narración se abre y se cierra con Jesús que busca escapar de la multitud que pretende proclamarlo rey.
El Señor obra un prodigio nunca visto y no está allí para recibir lisonjas y parabienes por su grandeza. Se aleja incluso de cuantos afirman que Él es verdaderamente el Profeta. Antes del milagro en cuestión, pero después de haber realizado muchos sobre los enfermos, subiendo por la montaña intentar ir con sus discípulos, casi como enseñándoles el sentido del desapego y la discreción que debe animarles, y ciertamente no el de la vanagloria.
Siempre a los discípulos imparte una segunda lección. Felipe piensa enseguida que para alimentar a toda aquella gente haga falta sobretodo dinero. “Doscientos denarios de pan no bastarían para cada uno de ellos pudiera tener un trocito”. Humanamente hablando es verdad, pero antes que nada Jesús realiza un gesto para recordar que está también Dios: “dio gracias” es decir que de alguna manera rezó. Muestra la presencia de Dios en la historia humana, la historia cotidiana, de la que tantas veces nosotros tendemos a expulsarlo. Pero el Señor está presente y no es insensible al grito de cuantos tienen necesidad, hasta el Magnificat nos lo recuerda, especialmente si piden en nombre de su Hijo.
El milagro descoloca a todos, resulta más que evidente, pero una vez es una llamada de atención y una enseñanza para sus discípulos. Es a ellos que se dirige diciendo: “Recoged las sobras para que nada se pierda” Tenemos que considerar que después de esta exhortación, quizás allí mismo los distribuyeron entre los pobres o se los llevaron consigo, pero sin duda alguna no los arrojaron a los desperdicios como sucede en nuestras sociedades opulentas. Las cestas eran doce, como el número de apóstoles. Quizás tomaron una cesta cada uno como para significar y demostrarles que a quien sigue a Cristo nunca le faltará lo necesario, aunque como pasa con Felipe, falte el dinero para comprarlo.
Doce cestas. Tantas como los apóstoles que representan a la Iglesia en su unidad, demostrando lo importante que es para Cristo esta unidad de los doce. Para recordarlo está San Pablo, en la epístola de hoy, que nos anima a conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz. Y nos aconseja también las modalidades: “con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, soportándoos caritativamente los unos a los otros”. Este es el único camino, el que seguirá Cristo subiendo al Calvario, no imponiendo sino testimoniando.
Un solo cuerpo y un solo espíritu. Este es el objetivo sobre el que el Apóstol de los gentiles elaborará su teología del Cuerpo Místico. Por otra parte ¿puede ser de manera diversa dado que una sola es la esperanza a la que hemos sido llamados por nuestra vocación? San Pablo está escandalizado por la sola idea de la división y con claridad y firmeza añade: “Un solo Señor, una sola Fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre de todos”. De aquí parte nuestra igualdad y fraternidad, y sobre este Padre común debiera fundarse nuestra caridad.