Estamos recorriendo el camino de la Pascua: este nos invita a reconocer a Jesús vivo y vencedor de la muerte, capaz de dar vida nueva a cada uno de nosotros. El Resucitado que se aparece a los discípulos les lleva a recordar todo lo que había dicho antes de entregar su vida. A la luz de la muerte y la resurrección sus palabras asumen otro espesor, son más claras y elocuentes, llegan hasta nosotros. Y se convierten cada vez más fuertes con el pasar de los años cuando nos acompañan en las experiencias gozosas y tristes de nuestra vida. También hoy escuchamos algunas palabras pronunciadas por el Señor en la hora del testamento, del último saludo, cuando se hace esencial y verdadero.
En los domingos precedentes ha hablado de sí mismo y de su relación con los discípulos mediante bellas y conocidas imágenes: el pastor y las ovejas, la vid y los sarmientos. Para Jesucristo el sentido de su vida es la relación con nosotros, no se puede pensar si no en relación (tanto el pastor como la vid no tienen sentido sin las ovejas y los sarmientos), y nos invita también a pensarnos en este modo, como alimentados por la relación vital con Él.
Hoy, continuando el discurso de la vid, deja de lado las imágenes y va al corazón de la revelación de Dios, que no consiste en comunicación de ideas y mucho menos de normas, sino en una relación de amor: lo que Jesús vive con el Padre es lo que ha querido vivir con los discípulos. Antes de dejar a los suyos los exhorta a permanecer en esa relación, es decir a corresponder con la propia y concreta vida al don de amor que han recibido. Esta relación de amor tiene una condición: “cumplir los mandamientos”. Como Jesús, obedeciendo al Padre, ha hecho una experiencia de su amor, de la misma manera invita a los suyos a ser obedientes a su mandamiento: amar a los hermanos como Jesús ha amado a sus amigos. La condición para continuar recibiendo el don del amor de Dios es esparcir ese don entre nosotros, no cerrarnos a los demás, relacionarnos con los demás de la misma manera que lo hemos visto en Jesús, superando otras maneras humanas que son diferentes, hasta el punto de dar la vida por los otros. Este es el fruto que Jesús espera de nosotros, sus amigos. La consecuencia, el fin por el que Jesús nos llama a entrar en esta relación que parte del Padre es la alegría: en vistas a que podamos participar de su alegría, tener una alegría plena.
Este proyecto de amor con la humanidad, contempla aún san Juan en la epístola de hoy, donde encontramos la famosa frase breve que dice todo lo que de más sublime se puede decir de Dios: “Dios es amor”. Juan desarrolla esta definición con algunos aspectos de este misterio: Dios ha tomado la iniciativa, ha sido el primero en amar, y lo ha hecho cuando la Humanidad estaba lejos de Él, cuando amar ha significado perdonar el rechazo, el pecado. Entonces el camino para conocer a Dios es amar, sabemos que somos sus hijos si amamos. Y no hace falta ir a no se sabe bien donde o cuidarnos de quien sabe quién. Basta amar a quien está cerca.
Conocemos bien este “corazón” de la revelación cristiana (el amor), conocemos también la condición que Jesús pide y la promesa ligada a la obediencia. Pero al mismo tiempo conocemos cuán difícil es seguir al Señor en este camino. Este es idéntico para todas las vocaciones y las formas de vida cristiana; en cada una nos ofrece cada día algunas renuncias, pasos valientes que dar, elecciones difíciles que nos cuestan. Detengámonos y preguntémonos: ¿en mi vocación, como estoy amando día a día al que tengo cerca, de la misma manera que me ha amado Jesús? ¿Hay algún otro paso, algún gesto concreto, alguna elección importante, que me permita caminar en la dirección que Jesucristo me enseña?
Si cada uno de nosotros está en camino en esta dirección, también es posible preguntarnos como comunidad, como Iglesia, porque damos testimonio de Jesús no sólo personalmente, sino también en la manera que vivimos entre nosotros. En la primera lectura, de los Hechos, se nos narra un paso importante llevado a cabo en los primeros años de la Iglesia: Pedro entra en casa de Cornelio, un romano gentil, que vivía en Cesarea Marítima. Dios había enviado a sus mensajeros tanto a Cornelio como a Pedro para que se encontrasen. Después de haber anunciado a Jesús, Pedro entiende que el Espíritu Santo desciende también sobre las personas allí reunidas, es decir reconoce que Dios va por delante de él, abre nuevos caminos, hacia donde Pedro por sí solo no hubiera jamás pensado. Si como Iglesia estamos a la escucha del Espíritu, Él nos abre caminos insospechados para que el amor de Dios pueda llegar a todos aquellos que lo esperan.