¡Misión cumplida! Es hora de volver al Padre. Ahora os toca a vosotros. “Vosotros seréis mis testigos en Jerusalén, en Samaría, en Judea y hasta los extremos confines de la tierra”. Y cuando hubo dicho esto, se levantó a vista de sus ojos hasta que una nube les privó de su visión, sus ojos llenos de asombro, fijos en el cielo en dirección hacia el lugar de su desaparición. ¿Pero dónde había ido tan lejos de sus ojos?
Con la Ascensión, Jesús se convierte en invisible. Y la invisibilidad es peligrosa, porque a menudo nos aleja. Fuera de la mirada y lejos del corazón, como si la ausencia afectara a la relación. ¿Pero es verdad que el tener a Jesús fuera del alcance de la vista nos lo hace tener lejos del corazón? No, porque nuestra historia de creyentes, que es la historia de la Iglesia, nos demuestra que el hecho de tener a Jesús en la aparente lejanía no lo ha borrado de nuestro corazón.
La invisibilidad de hecho no es una ausencia, sino otro tipo de presencia, la del Espíritu, a través del cual Jesús está hoy más cercano a nosotros, que antes cerca de sus discípulos: antes estaba con ellos, ahora está dentro de nosotros. La Ascensión cambia todo: Jesús está fuera del alcance de la vista pero cercano a nuestro corazón. Desde aquel día tenemos un Dios al alcance en cada esquina de nuestro camino. Jesús no nos abandona, sino que nos da cita fuera del estrecho núcleo de nuestras pertenencias. El mundo es la plaza del Evangelio, las calles del hombre son las direcciones, toda la sed de amor, de paz y de verdad que anida en el corazón del hombre, es una invocación a buscar nuevos horizontes.
“Los apóstoles marcharon todos. ¿Y nosotros? A menudo sucede que cielo y tierra, vida eterna y acontecimientos humanos son colocados por algunos en contraste en una relación de mutua exclusión. La fe cristiana los acerca y los une. Corremos tras el Señor que sube; y no pudiendo alcanzarlo permanecemos en la tierra, en el seno de su Santa Iglesia, imitando a los apóstoles que se reunieron en el Cenáculo para implorar al Espíritu Santo. Todo lo hacemos, cada día, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. (San Juan XXIII)