En este tercer domingo del tiempo pascual, la liturgia pone una vez más en el centro de nuestra atención el misterio de Cristo resucitado. Victorioso sobre el mal y sobre la muerte, el Autor de la vida, que se inmoló como víctima de expiación por nuestros pecados, “no cesa de ofrecerse por nosotros, de interceder por todos; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre” (Prefacio pascual III). Dejemos que nos inunde interiormente el resplandor pascual que irradia este gran misterio y, con el salmo responsorial, imploremos: “Haz brillar sobre nosotros el resplandor de tu rostro”.
En la página evangélica, san Lucas refiere una de las apariciones de Jesús resucitado (cf. Lc 24, 35-48). Precisamente al inicio del pasaje, el evangelista comenta que los dos discípulos de Emaús, habiendo vuelto de prisa a Jerusalén, contaron a los Once cómo lo habían reconocido “al partir el pan” (Lc 24, 35). Y, mientras estaban contando la extraordinaria experiencia de su encuentro con el Señor, él “se presentó en medio de ellos” (v. 36). A causa de esta repentina aparición, los Apóstoles se atemorizaron y asustaron hasta tal punto que Jesús, para tranquilizarlos y vencer cualquier titubeo y duda, les pidió que lo tocaran —no era una fantasma, sino un hombre de carne y hueso—, y después les pidió algo para comer.
Una vez más, como había sucedido con los dos discípulos de Emaús, Cristo resucitado se manifiesta a los discípulos en la mesa, mientras come con los suyos, ayudándoles a comprender las Escrituras y a releer los acontecimientos de la salvación a la luz de la Pascua. Les dice: “Es necesario que se cumpla todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí” (v. 44). Y los invita a mirar al futuro: “En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos” (v. 47).
Toda comunidad revive esta misma experiencia en la celebración eucarística, especialmente en la dominical. La Eucaristía, lugar privilegiado en el que la Iglesia reconoce “al autor de la vida” (cf. Hch 3, 15), es “la fracción del pan”, como se llama en los Hechos de los Apóstoles. En ella, mediante la fe, entramos en comunión con Cristo, que es “sacerdote, víctima y altar” (cf. Prefacio pascual v) y está en medio de nosotros. En torno a él nos reunimos para recordar sus palabras y los acontecimientos contenidos en la Escritura; revivimos su pasión, muerte y resurrección. Al celebrar la Eucaristía, comulgamos a Cristo, víctima de expiación, y de él recibimos perdón y vida.
¿Qué sería de nuestra vida de cristianos sin la Eucaristía? La Eucaristía es la herencia perpetua y viva que nos dejó el Señor en el sacramento de su Cuerpo y su Sangre, en el que debemos reflexionar y profundizar constantemente para que, como afirmó el venerado Papa Pablo VI, pueda “imprimir su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal” (Insegnamenti, V, 1967, p. 779)
Benedicto XVI (26 de abril de 2009)