Tanto en la antífona de entrada de este domingo IV “per annum” (Sálvanos, Señor Dios nuestro) como en la propia del domingo de Septuagésima que es la que corresponde en la forma extraordinaria (Circumdederunt me gémitus mortis) la liturgia de la Iglesia eleva un clamor a Dios necesitada en medio de los peligros y angustias del mundo. Clama a fin de que Dios sea su salvación.
Si cada domingo nos reunimos ante el Señor es porque buscamos la salvación. Y este nuestro grito de auxilio viene respondido así: “El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo, de entre sus hermanos. A él le escucharéis”. Así pues somos enviados de nuevo hacia la voz y la palabra de un hermano al que hemos de prestar obediencia.
No es fácil, es cierto, pero este es el engaño en el que caemos muchos de nosotros y que se traduce en ese estribillo tantas veces escuchado: “Dios sí, la Iglesia no”. Muletilla banal de la que aquella parte “comprometida” del pueblo de Dios toma distancia. Aun así nosotros no somos siempre dóciles a las palabras de los hermanos que se nos proponen en virtud de su ministerio. ¿Conseguimos escuchar con facilidad en su voz, a veces frágil, la mismísima voz de Dios? ¿Vemos en la persona de aquel sacerdote del que conocemos “vida y milagros” un reflejo de la presencia de Dios? “Un profeta igual a Mí” dice el Señor. Ese hermano es igual a Él. Y no sólo eso: pondré en su boca mis palabras y él os dirá lo que yo os mandaré. Si alguien no escucha las palabras que él dirá en mi nombre, le pediré cuentas” Así pues, la cuestión es seria, está en juego nuestra salvación, la que hemos implorado en la antífona de entrada.
Es innegable que cuesta mucho ver el Rostro Santo de Dios en las llagas de los rostros humanos tantas veces marcados por las limitaciones, la fragilidad, incluso por el pecado, pecado a menudo trágicamente evidente. Pero echemos un vistazo al Evangelio. Los israelitas piadosos de Cafarnaún estaban asombrados al escuchar la enseñanza de Jesús en la sinagoga, asombro que muda en miedo después del milagro de la curación del endemoniado. En sus contemporáneos existe una dificultad para descubrir en el rostro de Jesús la el Rostro Santo de Dios. Dificultad muy a menudo expresada en los evangelios. (¿De dónde le viene esta sabiduría y estos prodigios? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No es su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y sus hermanas no están acaso entre nosotros? ¿De dónde le vienen pues estas cosas?
Lo dice muy bien San Francisco de Asís en una exhortación a sus hermanos: “Dios es espíritu, y nadie jamás ha visto a Dios. Por esa razón sólo puede ser visto en el Espíritu, pues es el Espíritu el que da la vida; la carne no sirve para nada. Pero incluso el Hijo, en aquello en lo que es igual al Padre, no es visto por nadie de manera diversa a como se contempla al Padre o como se ve el Espíritu Santo” (Admonitio 5b-7). Si razonamos en términos puramente humanos, horizontales, según valoraciones puramente racionales y lógicas, según la lógica del mundo, no seremos capaces de ver “más allá”: aquel más allá que únicamente en el Espíritu puede ser acogido y que necesita un acto de fe, justamente porque no puede ser explicado según una lógica terrena, carnal diría San Francisco, donde “carnal” significa todo lo que se opone al Espíritu.
Quizás podamos entender el sentido de este discurso a partir de la 2ª lectura de hoy, donde San Pablo compara la lógica del mundo y la del Señor. No se trata de etiquetar al matrimonio como de una realidad contrapuesta al Espíritu del Señor, sino más bien hacer comprender que la vida matrimonial tiene aspectos que pueden provenir de la mundanidad y distraernos de la búsqueda sólo de Dios. Quien en cambio escoge el camino de la castidad tiene cómo única preocupación el complacer a Dios. Repito: el matrimonio es bueno pero hay que establecer una justa escala de prioridades en las opciones de vida, privilegiando aquello que nos consiente permanecer fieles al Señor, sin desviaciones. Y en el matrimonio entra en juego un componente carnal, absolutamente necesario, que no es fácil someter a la ley del Espíritu, aquel Espíritu que da la vida. Esta lucha acompaña al cristiano durante toda su vida: el pensamiento del mundo y el pensamiento de Dios, la mirada de fe y la mirada terrena, la voz del Espíritu y la voz de la carne. Continuamente somos llamados a discernir y posteriormente a decidir a quién escuchar. Y no es fácil, reitero, porque la carne hace de diafragma y puede crear interferencias.
Lo demuestra el mismo evangelio de hoy, en la reacción del espíritu inmundo a la palabra de Jesús. Frente a la enseñanza autorizada de Jesús, mientras los judíos enmudecen de asombro y buscan poder comprender, el espíritu inmundo no puede dominar un desesperado, desde su punto de vista, acto de fe: “Sé quién eres Tú: el Santo de Dios”. Y para él ello implica ruina y derrota. El espíritu inmundo es espíritu y por ello puede captar nítidamente y con inmediatez lo que a nosotros nos cuesta reconocer, limitados como seres carnales que somos y empujados a una lucha interior en vistas a un discernimiento a veces muy difícil.
De la misma manera, tal como narran los exorcistas, los espíritus inmundos tiemblan y se someten ante los ministros de Dios, justamente ante aquellos ante los que muchas veces adoptamos una perpleja actitud de incredulidad, porque son hombres y frágiles como nosotros. Nosotros vemos la fragilidad de la carne, el demonio ve la gracia del Espíritu.
De la misma manera, tal como narran los exorcistas, los espíritus inmundos tiemblan y se someten ante los ministros de Dios, justamente ante aquellos ante los que muchas veces adoptamos una perpleja actitud de incredulidad, porque son hombres y frágiles como nosotros. Nosotros vemos la fragilidad de la carne, el demonio ve la gracia del Espíritu.
Resulta curioso pues que el espíritu del mal, una vez más obligado a servir al diseño de Dios, hoy nos hace de maestro de fe y nos enseña la escucha y la sumisión ante aquellos que Dios ha escogido en medio a su pueblo como sus profetas.
En este domingo de Septuagésima, en la forma extraordinaria del rito romano, la figura del invicto mártir San Lorenzo, ecónomo de la Iglesia de Roma, parece ser el reflejo del “atleta de la fe” del que nos habla la epístola (I Co 9,24-27/ I Co 10,1-5) que a través del sufrimiento y la lucha gana la corona eterna, simbolizada en el talento que será dado como recompensa a los trabajadores de su mística viña. (Mat. 20,1-16)