Engañado por el miedo: tan cobarde como para renunciar a vencer por el simple miedo de poder perder. Tan perdedor que el día después de su muerte ya estaban fijando el epitafio sobre su tumba, para memoria perpetua dirigido a todos aquellos que pudieran mirarlo con disimulada simpatía: “Aquí yace un talento nacido muerto”. Cada uno muere tal como ha vivido: este parecer estar muerto desde el inicio, no es el mejor final dentro de las líneas de fantasía y de inmanente sorpresa de los Evangelios. Ahora que el amo ha guardado su tesoro, explicádselo a aquel tercer siervo del Evangelio, que tras levantarse por la mañana y arriesgarse a perder, vuelve libre a quien se juega la vida. Quizás lo haya entendido: cuando Cristo anticipa la propuesta de colaborar con Él, o lo captas al vuelo y lo sigues, o lo pierdes por la Eternidad.
No se habían hecho preferencias: a cada uno según sus posibilidades. La verdadera desigualdad hubiera sido dar a cada uno más de lo que hubiese podido hacer: pretender que el hijo de un campesino alcance el nivel de aprendizaje de un hijo de docente universitario, es lógica de hombres. Dios razona diferentemente, razona justo: su justicia es dar a cada cual según sus posibilidades. Exagerar con las pretensiones puede humillar a alguien que aplastado por las expectativas no alcanzará a dar de sí lo poco que podía. Así va la historia: “A uno dio cinco talentos, a otro dos, a otro uno, según las capacidades de cada cual”. Ni demasiado, ni demasiado poco: el todo que cada cual podía jugarse.
Y va y vuelve el Amo, para pasar revista como los antiguos generales: uno va, conquista la tierra y regresa. Desde los tiempos de Ulises cada viaje es siempre un regreso. Un regreso que es una tierra -Ítaca- pero aún más una identidad: uno regresa al centro de sí mismo, al corazón de la propia historia, dentro de los sueños de Dios. Dos de los siervos son emprendedores, conscientes de que el amo les había honrado con su confianza y quisieron darle una alegría con su empeño. Para después dejarse sorprender por Aquel Amo diferente a los amos de esta tierra: van para restituirle la ganancia y vuelven no sólo con ella sino con el doble. Hay días en el Evangelio en que parece no haber grandeza sin exageración, gozo sin libertad. El mismo amo que espera al último siervo: aquel que paralizado por el miedo razonó con un triste “mejor no arriesgar”. Su empresa fue hacer un hoyo y esconderse él y su talento a disposición. Figúrate si me lo roban. Ellos sí que son afortunados: tienen más. Yo no soy capaz. Ni siquiera lo intento, total no sirve para nada -debió pensar. Además con el agravante de saber que el amo era exigente. Lo que aún lo desacredita más. Miedo a Dios.
Esa es su verdadera encrucijada: el miedo a Dios. ¿De verdad se puede tener miedo de un Dios que pone en tus manos el mundo? Pocas instrucciones de uso y el máximo de libertad. Hasta la paradoja: habitar el mundo en su compañía y escribir juntos la historia. Más que miedo fue quizás pavor: ese talento no lo malograré, sólo lo esconderé. La Belleza para él fue una trampa, poco más que una ocasión para el pánico. Algunos no buscan a la Verdad porque tienen miedo de encontrarla cara a cara. Miedo de recibir sorpresas. Alguien ha inventado el dicho “perseverar es diabólico”. Quizás leyó mal el Evangelio: en ciertas páginas perseverar es hacer feliz a Dios. Ser felices con Dios. Más aún: perseverar es evangélico.