Más que de virginidad esta vez es cuestión de puntualidad: obligados a abandonar una vertiente moral del cristianismo que con el tiempo se ha convertido en lúgubre moralismo, hoy el evangelio nos centra en la cuestión del tiempo. De aquel tiempo conjugado en futuro que para Dios tiene aroma de Eternidad. Quizás sea verdad que Él tarda en llegar, pero nosotros entretanto hemos transformado nuestras iglesias en salones para dormir una buena siesta. Algunos incluso han dejado de trabajar, algún discípulo ha arriado las velas y ha arranchado los remos guardándolos, muchos cristianos se han preparado la mochila antes de tiempo, como los niños en clase, para salir antes de que suene el timbre. Impecables, correctamente tristes, formalmente compuestos, tan racionales como para olvidar que Él va a venir de un momento al otro. Se tira adelante contentándose con una ración para el día, una para la noche y sin ningún afán para el mañana. Un esposo debe llegar, hay una fiesta en la que participar, hay aceite para llenar aquellas lámparas; sin embargo, sofocados por las malas costumbres no nos damos cuenta de que el candil se está apagando. Que hay que volverlo a llenar de sueños, de esperanza y de espera.
Lo han
recordado tantos hasta hoy, que ya nadie lo cree. Todos los que lo han
profetizado han sido calificados históricamente de charlatanes, adivinos
aturdidos y granujas de contraportada. El único que nunca lo ha pronosticado
sino que sólo lo ha prometido es el Único que aún hoy tiene la misión de darnos
confianza. Llegará, quizás está llegando: el dulce rumor de sus pasos nos lo
anuncia. Poco importará si en aquel instante las doncellas habrán salido
a comprar aceite para mantener encendidas las lámparas: debían calcular los
tiempos mejor, y no perder el tiempo en menudencias y tonterías. No han
aprovechado el tiempo muerto de espera. Aquel día no habrá argumentos para
querer entrar a clase después de haberse cerrado la puerta. La puerta cerrada
declarará cerrada la historia. La historia que nos exigía vigilar, confiar en
el mañana, que exigía actitud de espera.
Y sin
embargo hay un mundo que espera: el alumno espera la nota; el paciente al
resultado de la analítica; la madre al hijo que vuelve del cole; el niño, el
agua caliente para el baño; el enamorado, el beso de la amada. El árbol espera
a las estaciones, el mar a los ríos, el fuego al oxígeno, el hambriento al
camarero, el estómago al alimento, la mujer al marido. La Sagrada Escritura es
espera: para entrar en la tierra prometida, para recibir el perdón después de
la infidelidad, para una victoria, para un grito desesperado. Todo vive de
esperas: el mundo, la política, el deporte. La vida prácticamente es una
enorme, confusa, desorganizada, peligrosa, espléndida y ruidosísima sala de
espera. Y siempre en espera. Y el hombre para acortar la espera, pone fecha de
caducidad. Pero la caducidad crea otra espera y así el juego que nunca acaba.
No es un problema, hemos nacido para esperar. Lástima que a veces, esperando
nos dormimos. Puede resultar reconfortante pensar que si Dios llega, también Él
nos esperará: a que nos despertemos, a que nos preparemos, a que recarguemos
las lámparas. Pero lastimosamente éste no es Dios: quizás es aquel Dios emanado
de un cierto cristianismo construido para el uso y consumo de su
espiritualidad.
El tiempo de
Dios nos pide ser centinelas de la aurora, prestos a despertarnos en lo más
profundo de la noche. Esperar el futuro de Dios es mejorar nuestro presente.
Hasta convertir nuestra esperanza en la de una entera comunidad: que esperando
ensaya la acogida del Esposo. Con una mirada de reojo a aquel aceite que
ilumina y que, caso de que faltase, nos hablaría de una existencia apagada. No
únicamente de una lámpara huérfana de aceite.