El problema fundamental de la parábola de la cizaña está resumido en la pregunta que los labriegos dirigen al amo del campo: ¿por qué hay cizaña mezclada con el buen grano? ¿Por qué existe el mal en el mundo? ¿Por qué los malvados prosperan junto a la buena gente permitiendo aparentemente Dios esta injusticia? (Mat. 13,24-43)
Según las expectativas de los judíos, con la venida
del Mesías y la instauración del reino de Dios, los malvados habrían
desaparecido de la faz de la tierra, junto con toda forma de pecado. Los
primeros cristianos se hacen, pues, la pregunta: si Jesús ha traído la
salvación ¿por qué aún hay mal en el mundo? ¿Por qué existe el pecado y los
pecadores? La respuesta de la parábola es que es necesario esperar hasta el
momento de la siega: sólo entonces la cizaña será eliminada definitivamente,
quemada en el fuego.
El Reino de Dios ya está aquí y las palabras y las
acciones de Jesús lo manifiestan claramente; pero apenas está germinando, como
un pequeño grano de mostaza o un poco de levadura. Hace falta esperar con
paciencia hasta el cumplimiento de las promesas de Dios. No hemos de dejarnos
desconcertar por la aparente debilidad e insignificancia de las obras de Dios
en el mundo: el resultado será ciertamente superior a toda expectativa. Tal
como debieron experimentar los discípulos cuando el Señor, compadecido de la
multitud hambrienta que le seguía, partió y e hizo distribuir y compartir los
siete panes que llevaban hasta saciar a más de cuatro mil, sobrando aún siete
cestas (Marcos 8,1-9) Sobre los apóstoles recae la responsabilidad de
distribuirlos. Algo parecido a lo que aprendemos en una relectura eclesial de
la parábola de la cizaña. Es un cambio de perspectiva, ya que el acento recae
en la responsabilidad que los cristianos tenemos de obrar el bien; y sobre todo
de guiar al mundo hacia el bien. La cizaña sintetiza entonces el comportamiento
de los que dan escándalo y con ello empujan hacia el mal, mientras que el buen
grano es el cristiano que ama a su prójimo llevándolo hacia el bien y
ayudándole a corregir sus errores. No es posible alcanzar el premio del reino
preocupándonos sólo de nuestra salvación personal. De la misma manera que no es
posible despreocuparse del hambre de la multitud pensando únicamente en
saciarnos con lo que nosotros llevamos. Lo que nosotros llevamos, hay que
compartirlo con los demás. Nuestra salvación pasa por la salvación de los
hermanos que encontramos en el camino y que podemos conducir al bien o al mal.
En la explicación de la parábola, se evoca un aspecto
propio de nuestra vida humana que no está contemplado en la imagen originaria
del grano y la cizaña. El buen grano no puede convertirse en cizaña ni la
cizaña convertirse en buen grano; pero en nuestra vida la paciencia de Dios
para con el mal y los malvados, unida al testimonio y al ejemplo de los
cristianos, pueden obtener que aquello que ha sido sembrado en el mal pueda
convertirse y dar buen fruto. Pero también es posible que el mal que hay a
nuestro alrededor nos corrompa. La vigilancia pues es fundamental en el estilo
de vida del creyente. Nosotros no sabemos qué pedir; pero el Espíritu Santo
intercede por nosotros y viene en ayuda de nuestra debilidad. (Rom. 8,26-27) Es
la vida nueva en la que hemos de caminar, sepultado el hombre viejo, tras la
liberación de la esclavitud del pecado. (Rom.
6,3-11)
Pero no sólo eso, sino que además de no dejarnos ahogar por la cizaña, ¡tan
abundante!, hemos de conseguir que sea el buen trigo el que resulte tan
seductor para la cizaña, que la arrastre hacia el bien. Si más no, a respetarlo
y a reconocer la aportación del buen trigo a la construcción de una sociedad
sana. Que nuestra conducta, como en los primeros tiempos del cristianismo,
cause admiración en los hijos de la cizaña. El resto del camino hasta la
fructificación queda en manos de Dios.