Indiscutiblemente la protagonista de este domingo es la Palabra de Dios. Palabra de amor que Dios pronuncia sobre nosotros, sobre el mundo, sobre la historia y que acaricia como una brisa suave nuestra vida, tantas veces suspendida en el sufrimiento y en el “sin sentido” en el que parece hundirse la mejor de nuestras jornadas. Palabra eficaz q no vuelve al remitente, sin antes obrar aquello para lo que fue ideada y enviada. Palabra que lleva en sí el gemido de toda carne y de toda la creación entera, sedienta de vida, de libertad, de plenitud, de Dios. Palabra que realiza lo que promete, porque Dios es fiel siempre a sus promesas.
El relato (Mt 13,1-23) describe una siembra verdaderamente sobreabundante, exagerada, casi un “derroche”. La exageración y la gratuidad del sembrador que derrocha la semilla entre zarzas, piedras y camino no está orientada a la ganancia o al lucro, no hace categorías o preferencias entre terrenos: todo habla de Dios, de su amor loco y desbordante, que se da sin medida, indistintamente, hasta el derroche. El evangelio está lleno de derroche, ama el derroche “por la vida” porque éste muestra el rostro de Dios: un Dios sembrador de vida a manos llenas, sin cálculos…
Es la justicia divina que espera que nuestra justicia humana sobrepase la de los escribas y fariseos, que supere los preceptos pormenorizados y de corta mira del cumplimiento observante de la ley, y entre en la dinámica del amor fraterno que es exigencia del sacrificio de Cristo que murió por los enemigos y que nos exige vivir reconciliados con todo el mundo (Mt 5,20-24). La unanimidad en el amor es además condición para la oración comunitaria (1 Pe 3,8-15) Ése es el atrio de la libertad gloriosa de los hijos de Dios. (Rom. 8, 18-23).