Es la mañana de Pascua. Por un camino tortuoso, dos hombres de mediana edad, van rápidos girando los hombros a Jerusalén, cuyas alturas cada vez desaparecen más detrás de las otras que siguen con ondulaciones de cimas y valles continuos. Hablan entre ellos. Dirección Emaús. En aquel mismo día y en aquella misma tarde eran muchos los discípulos desanimados, encerrados en sus casas o en el viaje de regreso de Jerusalén después de la fiesta de Pascua. Tenían la sensación de que todo un mundo se había desmoronado y se hubiesen despertado amargamente después de un sueño demasiado hermoso. Todo parecía acabado. Años de esperanza y entrega, años de prodigios que auguraban magníficos triunfos, años de fe y espera, de dulzura y luz. Aquellos dos tipos debían ser de aquellos que dejan espacio para los ideales en su corazón. Para ellos aquella muerte está teñida de fracaso. Así debían ser aquellos dos pabilos humeantes que el Maestro estaba dispuesto a reavivar.
Jesús se les
acerca con mucha delicadeza. Ellos van de camino, sumidos en la tristeza, la
soledad, dialogantes y necesitados de ayuda. Sin estruendos ni golpes de
escena, silenciosamente, les alcanza a lo larga del camino que estaban
recorriendo. Ellos vieron su sombra, se dieron la vuelta, les seguía. Tenía el
aspecto humilde y común de un caminante que alarga el paso para no caminar
solo. Les alcanza. Es un Jesús velado bajo la apariencia modesta de un pobre
caminante. Ellos no lo reconocen. Se les acerca en la hora de la tristeza: es
una regla de su conducta. A la Magdalena se le apareció mientras lloraba, a los
Once mientras estaban tristes y alterados cerca del lago después de una noche
de pesca infructuosa, a Tomás en la hora de la incredulidad. Ellos son sólo
dos: a partir de ahora serán tres.
Estaban razonando y discutiendo
entre ellos. Tema de gran importancia. Se habla de lo que está en el corazón.
Está en el corazón lo que se busca. Se busca lo que se ama. Conclusión: están
hablando de un Amor. Se les acerca pero no quiere deslumbrarles sino
instruirles y confortarles. De hecho Jesús empieza con una pregunta. Les busca
para fortalecerles el corazón, para corregirles e iluminarles. Pero no empieza
con el tema: se introduce con dulzura, con una pregunta simple, natural y
discreta: “¿De qué discutíais por el camino?” Toda su atención
está centrada en su melancolía. Y les acompaña en su crisis, en sus
dificultades. No les sermonea. Les explica las cosas de manera que les abrase
el corazón. Es decir con respuestas verdaderas, precisas, claras, eficaces. Las
que todos buscamos para nuestros problemas, dudas, incertidumbres. Y con ellas
se ganó su confianza. Cleofás que debía ser de temperamento impulsivo y
expansivo, sujeto a subidones y bajones, presa de abatimientos y euforias como
todas las personas de ánimo generoso, estaba deseoso de apoyarse en alguien y
compartir aquel sufrimiento del corazón.
Jesús les deja hablar y quizás con su mirada tierna,
llena de interés, les anima a hacerlo. Ellos le muestran su pena espiritual.
Sufrían: eran hombres que requerían cuidados, necesitaban ser acariciados. Y en
medio, el silencio, el sosiego que llega y en lontananza Emaús. Y Jesús sin
pedir nada a cambio finge seguir adelante. No pide nada, no quiere nada, no
pretende nada. Y es por ello que los dos le ruegan: “Quédate junto a nosotros”
La invitación se dirige a Quien les había corregido brevemente, sin
acritud, con amorosa y serena dulzura, movido por puro amor y no por el deseo
de una satisfacción personal. Nada de insultos, nada de palabras inútiles,
generadas por la impaciencia o la locuacidad. Aquel peregrino verdaderamente
tenía el poder de reanimarles. Parecía que únicamente hablase pero sin embargo
les tocaba el corazón, lo hacía arder…
Los
discípulos le pidieron que se quedase con ellos. Y arguyeron una razón
diferente a la más profunda. Dijeron “Porque atardece” en vez de decir
“Deseamos tu compañía”. Lo forzaron con el amor. Fue Él a acercárseles. Ahora
son ellos a refrenarlo. Entra y en el momento de partir el pan, lo reconocen.
Los corazones latían a un ritmo desesperado, una gran emoción les invadió. “Es
Él”. Pero sin ellos advertirlo, despareció a la vista de sus ojos. Y los
discípulos recuerdan cuando le reconocieron: “Al partir el pan”. El mismo gesto
que había llevado a cabo con sus discípulos cuando les dijo “Haced esto en mi
memoria” Y los mismos dos que habían iniciado el camino cansados y
deprimidos, ahora regresan sin demora a Jerusalén, ansiosos de anunciar a sus
amigos que Jesús ha resucitado, que está vivo, que ellos lo han encontrado.
Cansados de caminar ahora corren. ¡Qué fuerte este compañero de camino!