Contemplado con mirada mezquina, aquella noche Tomás tomó las de Villadiego a pesar de aquella promesa que manifestaba su disposición a hacer cualquier cosa por el Maestro. Días en los que se prometía gozo y júbilo, milagros y consuelos. Pero los días de la verdad fueron los que para él se convirtieron en vergüenza, de Gólgota y derrota, de decepción y frustración. ¿Quién hubiera osado pensar en un final tan ignominioso para aquel Rabbí tan aclamado en los días de la predicación y de la notoriedad? Apesadumbrado por la vergüenza: así me imagino a aquel discípulo que se convertirá en proverbio, aquella alma aturdida y confundida.
Fue un
hombre que esperaba, amaba, soñaba, imaginaba: el hombre de los tiempos
conjugados en pretérito imperfecto, el tiempo de la desilusión y de la quimera,
de los malentendidos y de los aturdimientos, de la necedad perdida y de las
excusas hasta el umbral de casa. Como Judas, justo a mi lado: tanto como para
enfadarse por aquel final ignominioso.
No dio crédito a sus ojos en la
Montaña de la Calavera: imagínate si podía dar crédito y prestar oídos a los
apóstoles dentro del Cenáculo de los Refugiados. Creer por lo que decían: las
mujeres, los compañeros de otro tiempo, las confidencias de la primavera
pasada. A Tomás, decepcionado quizá tras muchas decepciones, le costaba dar
crédito a las confidencias. Imaginaos si iba a dárselo a aquella inimaginable
de aquella tarde: ¡Hemos visto al Mesías! Aquí necesitaba poner el dedo en la
herida del amor. Y acto seguido su reproche, con retraso y con la amargura del
corazón: si no ve, no creerá. Pero también los ojos pueden engañar y añade la
prueba de las manos: si no toca con las manos y mete el dedo no creerá. La
carne esta vez tendrá que tocar carne para poder decir que es Él: el acariciar
la carne, el tocar la piel, yacer en las heridas. Y he aquí una voz que penetra
desde el umbral. Ocho días después: la misma casa que la otra vez, la misma
cuadrilla de la semana pasada. ¿Quién sabe como habrá pasado la semana? ¿Será
aún la Luz de antaño? Punto y final: esta vez con Tomás.
Y fue una
derrota plena: “Señor mío y Dios mío”. Un desmorone ante el cual ninguna
victoria supo aguantar aquella increíble belleza: desde entonces, Tomás fue ya
siempre de Él. Para siempre, a ultranza, sin ni siquiera quizás acabar de
adentrar aquel dedo con el que había amenazado. Victorioso en su ánimo
pero siempre un peldaño por debajo, desde donde podrá figurar como el más
recóndito de los creyentes. “Bienaventurados los que creerán sin haber visto”.
Es la última bienaventuranza del evangelio, la única no pronunciada sobre el
Monte junto a las otras; pero la más audaz y prometedora: la que está a un
paso, al alcance de todos. Más aún: cuanto más se aleja del tiempo de la primera
Pascua, más el hecho de creer será obra de almas puras y efervescentes. Tan
luminosa como para dejar de lado a los sentidos y creer en la alegría. Como
para encuadernar y recapitular con el advenimiento de ésta. Porque no se cree
por hastío o rencor, algunos no creen por el excesivo gozo: el último desafío
de Satanás es engañar acerca de la posibilidad de la alegría. Quizás por eso
Cristo vuelve. Para acallar y silenciar a un Demonio cuya única preocupación
fue la de enseñar a sospechar acerca de la bondad de Dios. El Demonio teme a la
alegría. Cristo la dobla y multiplica. Para no contradecirse a sí mismo.