Nada que decir: seguramente es un buen tipo, eso sí, con un exceso de autoestima: te doy gracias porque no soy como los otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros y como este publicano. Fantástico: ¡cuán fácil es subir al cielo aupándose en los hombros de los demás! Pero no sólo eso: ayuno dos veces por semana (cuando la ley exigía únicamente una) y pago el diezmo de cuanto poseo. Obediente, disciplinado, políticamente correcto; pero también arrogante y presuntuoso frente a la fascinación de la bondad de Dios. Al fin y al cabo no todo en él es malo: es importante y hermoso, en fin de cuentas, saberse diferente frente a los tramposos de la historia. No tiene todos los males, sino uno solo: cree de manera desconsiderada en su propia justicia. Y un día -sólo pensar en ese día me angustio- se le desmontará todo aquello por lo que se ha afanado: para él es imposible imaginar que la salvación sea un don; está convencido de que se ha de considerar como la consecuencia de la estatura de hombre. Punto y aparte. Siempre en pie: lástima que permanezca en pie a pesar de tener una idea sesgada de aquel Dios con el que está negociando la salvación.
Porque
él no es un publicano cualquiera: los demás sí que son unos sinvergüenzas,
estúpidos chantajistas, estafadores reconocidos. Sólo basta preguntárselo, no
hace falta fantasear: Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador. Ni
siquiera podía levantar la mirada, encorvado allí al final de la nave del
templo. Él, siervo al servicio de los romanos, perteneciente a la raza infame
de prostitutas, adúlteros y paganos, no puede hablar. Habla su historia en vez
de él: sabe que no puede pretender nada de Dios, y que depende eternamente de
su eterna Misericordia. Percibe estar en la cresta de la historia, de su
historia: Ten piedad de mi, pecador.
Parece
haber advertido la reverberación que resuena en aquella nave: por una parte la canción
de cuna del fariseo (soy bueno, disciplinado, obediente, cumplidor) y por otra
la endecha, triste lamentela pero afectuosa y sincera, del publicano. Tú
(Dios) eres grande y misericordioso -una alternancia de pronombres, una
sucesión de actitudes, una mezcla de perspectivas. Por una parte la inutilidad
de Dios, por la otra la exigencia misma de Dios: porque dentro de aquel templo,
la única salvación procurada es aquella que se obtiene invocando a Quien es
Misericordia. Quizás incomprensible pero siempre como adeudo de gracia. Como el
más hermoso retrato del cristiano: el hombre de la férrea memoria. Porque si no
recuerdas de dónde vienes, con dificultad decidirás adónde quieres ir. Y eso y
sólo eso es el cristianismo: recordar lo que Dios ha hecho por mí y saber que
no puedo vivir como antes. Si no recuerdas lo que Dios ha hecho por ti, el cristianismo
se convierte en la mayor farsa de la historia, una de las más inexplicables
formas de masoquismo. No aguantará el latido de las más cotidianas historias de
amor. Y acabarás diciendo: me comporto así porque quiero mucho a Dios.
Olvidando lo más radical: que sea cual sea el caos en el que vives, ése es el
punto de partida del regreso hacia Él. Todo lo demás es de relleno. La
distinción es muy simple: Dios te busca y te encuentra siempre. No te lo
pierdas; si no, estás perdido. Con la paz del publicano aún vestido de humilde
pertenencia.