EL COCIENTE DE ABSURDIDAD DE DIOS
La llamada de Dios es siempre un signo de partida. Para Pedro la vida no había sido fácil desde los días en los que había abandonado la barca para seguirle. Que ahora el Maestro tuviera que “sufrir mucho” hasta “ser llevado a la muerte” no debió digerirlo con facilidad. Pero, allá arriba, en la cima del monte, es sobre eso sobre lo que Él vuelve a hablar con dos ancianos, Moisés y Elías. Lo que pasa en aquel monte es una anticipación de aquel mundo transfigurado que esperamos. Algunos momentos de luminosa plenitud en los que exclamamos: “qué bien se está aquí”, pueden acontecer ya hoy. Quisiéramos detener el tiempo, plantar tiendas que resistan al viento. Pero son sólo momentos, en los cuales podemos quedar petrificados. Porque es necesario bajar del monte. Es una orden. Una exigencia de amor.
Y una tentación para nosotros, que hemos sido hechos para los embrujos, detenernos donde uno es feliz, olvidar las tribulaciones de allí abajo y el destino de los demás. Como Pedro y su primer descuido: él, pescador de un mar estrecho entre olas, allí él quisiera transformar en morada definitiva aquella alegría, en un abrigo protector contra la cruz. No quiere volver al valle, ni bajar aquellas tres tiendas de campaña hasta allí, aquel dulce vivir de unos pocos, sin afanes, sin nunca jamás morir. Y resuena el eco de aquella espléndida declaración de ternura que el Nazareno dedica a Pedro: “cuando eras más joven, te ceñías el vestido e ibas donde querías, cuando seas viejo extenderás tus manos, otro te ceñirá el vestido y te llevará donde tú no quieres ir”. Como sobre el monte, la invitación a llevar a tus amigos hacia lo alto, lejos del ruido, y hacerles ver tu rostro, patentizar cómo es hermoso para nosotros estarnos aquí. Tocarles y darles fuerza, quitándoles el miedo. Después, sin levantar tiendas, volver a vivir en el propio espacio cotidiano. Es verdad: tú sabes cuál es la meta. Pero a la que hoy llegas no es definitiva. Al alba uno parte sin saber dónde en la noche plantarás la tienda. Se reirán de ti, te ultrajarán, pensarán que eres un imbécil porque no construyes casa, no inviertes en muebles, no levantas barricadas ni verjas con mando a distancia. Se reirán porque para ellos no tienes los papeles en regla.
Uno acepta el partir, pero al menos le gustaría soñar con la dirección. Abrahán era pastor: husmear los pastos era su pasión, su profesión. Setenta y cinco primaveras (y otros tantos inviernos): tiempo de testamentos a firmar y recuerdos para custodiar, tiempo de pasados y de nostalgias y de añoranzas. Dios irrumpe en su mundo cotidiano y le hace vivir la experiencia del absurdo. Setenta y cinco años es la edad buena para empezar a vivir. “Vete de tu tierra” Es decir: sé un apátrida, un gitano, hacia el país que yo te indicaré. ¿Entenderías algo? Estamos acostumbrados a que los periódicos nos mantengan sentados. Los grandes -a través de ellos- para cada problema nos dan por adelantado la respuesta que tenemos que dar: la papeleta para votar, el partido al que adherirse, la película para ir a ver y la que no tenemos que ver, el diario que hemos de leer, las noticias que hemos de escuchar, el agua que es bueno beber, los alimentos que debemos comer, el camino para recorrer, el traje que ponernos, las palabras que hemos de usar. Les gusta que estemos sentados, porque todo movimiento es un atentado a la autoridad. El evangelio, en cambio, te lanza a la palestra, con una Palabra como equipamiento. El único recurso, el único apoyo: ¡qué consolador!
Y no obstante, Abrahán cree. Pero el tiempo pasa y, sin embargo, cree. Dios parece no mantener las promesas y a pesar de ello Abrahán cree. Parece haberse olvidado de las promesas y él continúa creyendo. Cree. No se lamenta. No arrincona el sueño. No le asustan las burlas. Cree porque ha intuido la técnica de Dios: interviene únicamente cuando el hombre ha quemado todas las posibilidades. Mantiene con puntualidad la Palabra cuando ya ha pasado el tiempo, cuando ya no hay nada que esperar. Es como decir: “Ahora o sujetas mi mano o sujetas mi mano”. Ésta es la paradoja increíble y lacerante de la fe. Si la aceptas, descubres a un Dios magnífico: un Dios que te levanta, que te despierta, provoca, hace nacer, interpela, escuece, despierta la creatividad, abre horizontes, discierne los pasos. Te libera. Tiene, sin embargo, un defecto: siempre va por delante. La tierra prometida está por delante: prohibida la nostalgia, el volver la cabeza atrás. Ellos te adoctrinan, Él te vacía para encender la libertad. El hombre es estático y repetitivo, Dios es dinámico y sorprendente. Tal vez por eso aún hoy en día sigue estando un poco más allá.