¡NOS HAS DECEPCIONADO, JESÚS: VETE DE AQUÍ!
No le han perdonado aquel atrevimiento del pasado domingo: “hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”. Se lo guardaron en el rincón del rencor y del resentimiento; y apenas pudieron, se lo reprocharon. No obstante hoy, en Nazaret, sacan pecho: vuelve uno de los suyos y aquella pequeña ciudad jamás nombrada en la Escritura se convierte en el centro del mundo. Aquel que regresa es uno del que todos hablan fuera de los campos nazarenos. Uno que un día dará a Herodes el apelativo nada cariñoso de “zorro” y esbozará una semejanza nada azucarada entre los jefes religiosos y las serpientes.
Por el momento habían quedados fascinados, seducidos y un tanto atraídos; pero basta un momento y aquella sana curiosidad la transforman en malicia celosa: “¿no es éste el hijo de José?”. Ciertamente: le habían visto jugar junto a sus hijos, le habían oído toser por los callejones al atardecer, le habían escuchado cantar cuando volvía de pasear por los campos amarillentos de anémonas. Nadie es profeta en su patria: lo saben hasta las paredes. Pero resultaba lógico que Jesús se esperase que sus paisanos hicieran una excepción, una excepción que confirmase la regla: y en cambio, en el camino, tendrá que darse cuenta de que sus enemigos están justo allí “entre sus parientes, entre los de su casa y se asombraba de su incredulidad”.
El evangelista-retratista nos proporciona de manera espléndida los trazos del enfado en el corazón de sus paisanos: “lo expulsaron fuera de la ciudad y lo condujeron hasta la cumbre de la colina sobre la que estaba construida la ciudad para despeñar a Jesús desde allí”. En una palabra: lo querían liquidar, matarlo, todos juntos, rechinando los dientes, compactos como legión. Crucificado antes de tiempo por la sencilla razón de cargar sobre sus espaldas el peso y el honor de desvelar el sentido de la historia al hombre. ¡Qué les importaban a ellos los ciegos a los que devolver la vista o los prisioneros a los que había que liberar! Que muriesen en su ceguera y se pudrieran en sus calabozos. Ellos querían el milagro, he aquí la cuestión.
Este domingo en Nazaret están ávidos de milagros. Un milagro es lo mínimo. Como en Cafarnaúm, como pasado mañana en Naím, como a lo largo de la ruta lo hará con Timeo. Pero Jesús fue enemigo de los milagros: lo entenderemos en seguida. Algunos más y algunos menos, pero todos los milagros son arrancados a su piedad, arrebatados a su condescendencia, incluso robados con astucia. Y cada vez que concede uno, nosotros sabemos que aquel ciego al que abre los ojos, aquel cojo que tira la muleta, aquel muerto que resucita, únicamente es milagro para nosotros. Para Él el verdadero milagro es otro, aquel que debería venir en consecuencia, y por el cual ha consentido hacerse mago y que tan raramente puede obrar y que no es otro que la fe. Quieren el milagro, pero Él no lo cumple porque falta la fe. ¿Y ellos qué? Se indignaron, se levantaron y lo expulsaron fuera de la ciudad para despeñarlo. Obviamente.
Asquerosos paisanos de Jesús: te vendrían ganas de regañarles por haber subestimado aquel Nazareno que el mundo buscaba y que ellos tenían en la plaza. ¡Cuánto daríamos para estirarles las orejas! ¡No son más que descreídos!
Pero después nos miramos al espejo y también nuestro rostro muestra esos trazos. También aquí, en tierra no palestina, nos comportamos así, más allá de las montañas del Líbano. Lo que nos molesta, lo sacamos de en medio. Para pedirle lo que queremos nosotros y que, casi siempre, es lo que Él no desea.
El único que queda igualmente diverso es Él: ayer y hoy pasando entre ellos, se marchó. Se escabulló entre sus miradas, quizás rozando sus trajes de fiesta: porque el hombre podrá inventarse un dios para su uso y consumo, una industria de productos religiosos pre-confeccionados; pero todos dejarán entrever la profunda añoranza del Dios amoroso. Los hombres podrán hacer de todo, incluso en nombre suyo. Lo que no cambia es la exigencia del Maestro, allí donde el cristianismo no es un juego en un patio de escuela.