DESDE LAS ALCOBAS CON TRES CAMELLOS
Hoy los buscadores de Dios están de rodillas. Han seguido una estrella y se han tenido que tragar el peso de un viaje y la irreverencia de un rey fantoche llamado Herodes el Grande. Conocían el mundo de las estrellas al dedillo, aunque las Sagradas Escrituras les pudiesen parecer un jeroglífico cargado de misterios. Y sin embargo, dentro de aquella aparente incomprensión contemplaron lo que a Herodes permanecerá prohibido: el Rostro de un Dios hecho Hombre. Desde Palestina, última provincia del Imperio Romano, ascienden los pasos aterciopelados y “graciosos” de una muchacha de Nazaret, desde las cuadras de Oriente – tierra de pueblos dispersos, de forasteros y de gente extraña- se oyen los bramidos de los camellos de Magos deseosos de Verdad; de la tierra pecadora, nefasta y burlada por los ojos de los sabios, se levantará la figura poderosa de Leví Mateo, capaz de dibujar relatos dignos del Reino de Arriba y de un Dios convertido en Hombre. Punto y aparte.
Hoy los buscadores de Dios están de rodillas. Han seguido una estrella y se han tenido que tragar el peso de un viaje y la irreverencia de un rey fantoche llamado Herodes el Grande. Conocían el mundo de las estrellas al dedillo, aunque las Sagradas Escrituras les pudiesen parecer un jeroglífico cargado de misterios. Y sin embargo, dentro de aquella aparente incomprensión contemplaron lo que a Herodes permanecerá prohibido: el Rostro de un Dios hecho Hombre. Desde Palestina, última provincia del Imperio Romano, ascienden los pasos aterciopelados y “graciosos” de una muchacha de Nazaret, desde las cuadras de Oriente – tierra de pueblos dispersos, de forasteros y de gente extraña- se oyen los bramidos de los camellos de Magos deseosos de Verdad; de la tierra pecadora, nefasta y burlada por los ojos de los sabios, se levantará la figura poderosa de Leví Mateo, capaz de dibujar relatos dignos del Reino de Arriba y de un Dios convertido en Hombre. Punto y aparte.
Quizás no bastaban aquellos pastores del campo de Belén, los espléndidos descendientes de la tribu de Judá, pobres e ignorantes como los rebaños que llevaban a los pastos. Estos ricos surgidos del lejano Oriente no se inclinarían para recoger una perla, guardianes de aquella sabiduría que no arquea las pestañas ni se asombra por nada. Su lengua es tan extranjera que la simplicidad de María no logrará entender, sus mantos de jaspe y de seda podrían ofender vergonzosamente la desnudez de aquella cuadra improvisada como templo del Altísimo.
Y, sin embargo, abandonaron la comodidad de sus alcobas opulentas, impregnadas de resina y calentadas por alfombras, sintieron sus corazones vibrar como en ninguna otra situación. Sus mentes recordaban aquella antigua cita: “Y tú, Belén tierra de Judá, no eres la más pequeña de las aldeas de Judea, pues de ti nacerá un jefe que pastoreará a mi pueblo, Israel” Hicieron bramar a sus camellos mimados en las cuadras de Cisjordania, en los apriscos de Persia y Mesopotamia, los han enderezado sobre sus rodillas al grito ronco de los camelleros y los han espoloneado para seguir a la estrella que galopaba hacia Occidente. “Algunos Magos llegados de Oriente a Jerusalén preguntaban: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?"
Entonces, ¿no es verdad que aquel niño odia a los ricos, a pesar que dirá que es más difícil para un rico el salvarse que a un camello pasar por el ojo de una aguja? Entonces ¿no es verdad que le molestan los sabios aunque un día dirá que el reino de los cielos es de los simples? Y en cambio es verdad que a Aquel Niño le repugna la riqueza, pero sólo la riqueza de quien no sabe levantarse de noche y abrir sus cofres para llevar ofrendas a un niño desconocido. Le repugna la doctrina de quien los considera estúpidos porque unen sus destinos a las huellas de una estrella que aparece y desaparece, de quien ha desterrado la palabra “adorar” ¡Estos son los Magos! Gente que por un milagro rarísimo susurrado de noche por ángeles atareados, se santificaron trasladando riquezas y siguiendo la doctrina. Sus mejillas perfumadas por mirra y aromas de nardo eran dignas de acariciar las mejillas inocentes sin la obligación de sacarse aquella sortija reluciente de dignidad real.
Camellos con una estrella en sus espuelas. En el límite extremo de su vida un trueque: han intercambiado setenta años de filosofía y de costumbres protocolarias por la ingenuidad y el riesgo de este viaje insensato. Han comprometido la rentabilidad de sus cofres con esta dilapidación en lo desconocido, la dignidad obsequiosa de las inclinaciones que les tributaban en sus palacios con estas zancadas en la grupa de un dromedario. Pero la diferencia está en la alegría: “Al ver la estrella experimentaron una gran alegría”. Porque nacieron buscadores y en el umbral del pesebre se descubrieron buscados: para adiestrar al hombre en el humilde arte de continuar a esperar.