Ella, pobre, lo había intentado. Pero cuando ahora lo recuerdo me parece ridículo lo que decía. Nos hablaba de la Ascensión -a nosotros, niños que íbamos a catequesis con la pelota o el patinete- aferrándose a un sentimentalismo azucarado, caduco y cansino, a imágenes en desuso, mal encajadas: “Jesús, después de haber trabajado tanto, tenía el derecho de irse a descansar al Paraíso, donde también nosotros iremos cuando acabemos nuestro camino por este valle de lágrimas…”. Sólo faltaba que nos hiciera cantar a coro: “Dale, Señor, el descanso eterno. Que la luz perpetua le ilumine. Descanse en paz. Amén” y el funeral hubiera concluido. Quizás con algún caramelito para festejar el fin de curso de la catequesis. Es decir que para la catequista, la Ascensión era un periodo de reposo y convalecencia en las altas cotas, donde el aire es sano, los enfermeros simpáticos y el hospital de lujo. Jesús en versión “paciente”. Y nosotros, chavales, obligados a escucharla bajo pena de no ser admitidos a la primera comunión.
Me parece verlos: con la imagen fija de aquel cielo, vuelven a Jerusalén y están siempre en el templo. Parecen atontados, dormidos en una fábula prolongada poco más de 36 meses y pocas horas. ¡Qué hermoso! Sería la Iglesia que tantos soñarían: una Iglesia que contempla las nubes, que no molesta a nadie, que se ocupa de las cosas del alma. Una Iglesia recluida en la sacristía, que cultiva las flores en el jardín. Una Iglesia que te ayuda a dormir, que te da seguridades, que atonta, que duerme en el centro del barrio. La tentación de los apóstoles es la de empantanarse en los recuerdos, en las nostalgias, en la añoranza por lo que fue, por lo que hubiera podido ser, por lo que nunca fue. Vivir melancólicamente, comer los recuerdos del pasado hasta explotar, beber el agua de la morriña hasta sentir la panza llena, coleccionar los cromos de un pasado en que todo era más fácil, más fascinante, menos complicado. Cristo es tajante: volved en seguida a la ciudad. A Jerusalén: entre las risas, las burlas, las maldades de quien está pasándoselo bien. Quedaos allí, hasta que irrumpa el Espíritu Santo y os empuje a salir, a anunciar, a predicar al precio de una muerte segura, prometida, cierta
Y la catequista pudo dormir sueños tranquilos porque tantos la creyeron.
Mn. Francesc M. Espinar ComasPárroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet
No es fácil la labor del catequista. Tan difícil cuan imprescindible y laudable. Los abuelos tenemos obligación de enseñarles el catecismo a nuestros nietos. No podemos abdicar de esa tarea pensando que lo harán la parroquia, sus padres o el colegio. Pruébenlo y verán que no es tarea fácil. La suerte que nos acompaña es que nos preguntan con mayor soltura que a los demás citados. Y es el momento ideal para ayudarles. ¿Cómo les explicamos lo del cuerpo glorioso de la Ascensión? ¿Cómo les explicamos la presencia sacramental? Por no hablar ya del Dios uno y trino.
ResponderEliminarDecisiva es, muchas veces, la labor del catequista, en nuestros lares generalmente dirigida a la infancia. De ella depende en no pocas ocasiones nuestro futuro como creyentes: cristianos verdaderos, cristianos "de salón" o simplemente no creyentes.
ResponderEliminarLa importancia de la formación es capital, de ahí el empeño en dominar la educación.
Cada vez más, existen multitud de posibilidades que se escapan a los padres y vienen determinadas por elementos externos, muchas veces por ley. Una vez en este punto, de nada sirve el desacuerdo.
No es un tema baladí, sobre el que no debemos dejarnos llevar por los habituales vendedores de humo.
Gracias, Mosén Francesc, por traernos a reflexionar sobre aspecto tan importante.