JESÚS DE REPOSO: EL DESEMBARCO DE LA CATEQUISTA
Ella, pobre, lo había intentado. Pero cuando ahora lo recuerdo me parece ridículo lo que decía. Nos hablaba de la Ascensión -a nosotros, niños que íbamos a catequesis con la pelota o el patinete- aferrándose a un sentimentalismo azucarado, caduco y cansino, a imágenes en desuso, mal encajadas: “Jesús, después de haber trabajado tanto, tenía el derecho de irse a descansar al Paraíso, donde también nosotros iremos cuando acabemos nuestro camino por este valle de lágrimas…”. Sólo faltaba que nos hiciera cantar a coro: “Dale, Señor, el descanso eterno. Que la luz perpetua le ilumine. Descanse en paz. Amén” y el funeral hubiera concluido. Quizás con algún caramelito para festejar el fin de curso de la catequesis. Es decir que para la catequista, la Ascensión era un periodo de reposo y convalecencia en las altas cotas, donde el aire es sano, los enfermeros simpáticos y el hospital de lujo. Jesús en versión “paciente”. Y nosotros, chavales, obligados a escucharla bajo pena de no ser admitidos a la primera comunión.
Sin embargo yo, me quedaba lleno de dudas, creo que igual que los apóstoles que agachados sobre la cima de aquel monte, asistieron en directo a la escalada hacia el cielo de su Maestro. San Mateo, uno de los que la presenciaron con sus ojos, sintetiza todo con un verbo muy duro: “Sin embargo ellos dudaron”. Es decir, no creían. Quizás empujados por las lejanas olas de aquel mar amigo, postrados en el suelo oían decir: “Recuerda, Pedro, el Maestro te ama y apacentarás sus ovejas. Recuerda, Juan, que reclinaste la cabeza en Su pecho y escuchaste el latido de un corazón ajeno. Recuerda, Tomás, que has dudado porque querías verle. Y ahora que lo has visto ya no puedes perderlo nunca más. Recuerda, Santiago, aquella improvisada empresa constructora en el Tabor: montar tres tiendas en un abrir y cerrar de ojos. Recuerda, Mateo, aquel mostrador de los impuestos que abandonaste por Amor…”
Es como decir: “Recordad y marchaos” Recuerdos tristes, gravosos, improvisadas imágenes sobre los hombros demasiado débiles para aguantar. Quizás era mejor la Cruz: al menos la podías mirar y tocar, embalsamar y ungir, adorarle y hablarle. Llorar, esperar y desear. O el pesebre navideño: estrellitas y alfombras de musgo en torno al Niño, aprisionándolo en una fiesta que nos recuerda la infancia, los recuerdos contados junto a un camino de luces. Hoy lo piensas y te preguntas: ¿Dónde están y para qué sirvieron aquellos pesebres? Aquel Niño al hacerse mayor, dejó su casa y su pueblo. Inútil esconderlo: también nosotros hubiéramos preferido un Dios de barro como los viejos ídolos, ante el cual rezar, bailar, imprecar, soñar, volver a empezar. Un Dios para exponerlo en la iglesia para la colecta de los donativos, con el que dar un nombre a un equipo de fútbol, o sacar a relucir en toda ocasión: política, religiosa, pastoral. Un Dios versión “huevo Kinder”, magdalena “La bella Easo” o miel “de la Granja San Francisco”.
Me parece verlos: con la imagen fija de aquel cielo, vuelven a Jerusalén y están siempre en el templo. Parecen atontados, dormidos en una fábula prolongada poco más de 36 meses y pocas horas. ¡Qué hermoso! Sería la Iglesia que tantos soñarían: una Iglesia que contempla las nubes, que no molesta a nadie, que se ocupa de las cosas del alma. Una Iglesia recluida en la sacristía, que cultiva las flores en el jardín. Una Iglesia que te ayuda a dormir, que te da seguridades, que atonta, que duerme en el centro del barrio. La tentación de los apóstoles es la de empantanarse en los recuerdos, en las nostalgias, en la añoranza por lo que fue, por lo que hubiera podido ser, por lo que nunca fue. Vivir melancólicamente, comer los recuerdos del pasado hasta explotar, beber el agua de la morriña hasta sentir la panza llena, coleccionar los cromos de un pasado en que todo era más fácil, más fascinante, menos complicado. Cristo es tajante: volved en seguida a la ciudad. A Jerusalén: entre las risas, las burlas, las maldades de quien está pasándoselo bien. Quedaos allí, hasta que irrumpa el Espíritu Santo y os empuje a salir, a anunciar, a predicar al precio de una muerte segura, prometida, cierta
Y ellos, discípulos atemorizados, dispuestos a una pregunta directa: ¿Cuándo sucederá todo esto? ¡Avísanos con tiempo! ¡Tenemos miedo! El hombre es siempre el mismo. De entrada, prisa, impaciencia, orgullo de estar entre los que asisten al estreno de la solución final. Ansia de ver resultados, manía por los primeros puestos, instinto de éxito inmediato. Como en casa: rápido, “sí señor”. ¿Quieres una contrapartida? El domingo sucede eso: Cristo te lleva a un lugar a solas, te da instrucciones, después te invita a salir “escoltado” por el Espíritu Santo. Pero te das cuenta: tendremos un día entero para estar con Él: el domingo. No es únicamente la misa. Reposar la mente, dilatar el tiempo, respetar el descanso dominical es ley divina. Hasta el punto que pagarás aquí todo el tiempo que no has usado para descansar. Dios no bromea: te obliga a reposar para poder hacer aquello que entre semana no puedes hacer. El domingo es hacer gratis las cosas que nadie te pide, te impone, te paga: estar con los amigos, visitar un enfermo, estar con la familia sin reloj, organizar una partida de cartas, un paseo. ¿Y en cambio? Todos al mar en verano, a la montaña en invierno. Al futbol, por la autopista, al torneo, de rebajas. Y la cosa más absurda: juventud que duerme hasta las 5 de la tarde porque volvieron a las 9 de la mañana de la discoteca, como zombis, idiotizados por el ruido, las luces, el sueño, las drogas, el cansancio.
De esta manera lo perdieron de vista: ayer ellos, hoy nosotros. Porque no comprendieron que lo suyo fue una broma: subir a los cielos para esconderse en cualquier lado aquí en la tierra. Bastaba bajar, abandonar la capillita construida en el monte y arriesgar. Bastaba eso y lo habrían encontrado en los brezos barridos por el viento, en los graneros desconocidos convertidos en improvisadas posadas, en las crestas de las montañas, debajo de la cama o sobre los tejados de la ciudad, en la inmundicia de una cárcel. En los ojos de la gente. Y fue así que entre los hombres la Ascensión se convirtió en tristeza.
Y la catequista pudo dormir sueños tranquilos porque tantos la creyeron.
Mn. Francesc M. Espinar ComasPárroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet
No es fácil la labor del catequista. Tan difícil cuan imprescindible y laudable. Los abuelos tenemos obligación de enseñarles el catecismo a nuestros nietos. No podemos abdicar de esa tarea pensando que lo harán la parroquia, sus padres o el colegio. Pruébenlo y verán que no es tarea fácil. La suerte que nos acompaña es que nos preguntan con mayor soltura que a los demás citados. Y es el momento ideal para ayudarles. ¿Cómo les explicamos lo del cuerpo glorioso de la Ascensión? ¿Cómo les explicamos la presencia sacramental? Por no hablar ya del Dios uno y trino.
ResponderEliminarDecisiva es, muchas veces, la labor del catequista, en nuestros lares generalmente dirigida a la infancia. De ella depende en no pocas ocasiones nuestro futuro como creyentes: cristianos verdaderos, cristianos "de salón" o simplemente no creyentes.
ResponderEliminarLa importancia de la formación es capital, de ahí el empeño en dominar la educación.
Cada vez más, existen multitud de posibilidades que se escapan a los padres y vienen determinadas por elementos externos, muchas veces por ley. Una vez en este punto, de nada sirve el desacuerdo.
No es un tema baladí, sobre el que no debemos dejarnos llevar por los habituales vendedores de humo.
Gracias, Mosén Francesc, por traernos a reflexionar sobre aspecto tan importante.