Con el evangelio de este domingo, Jesús continúa la serie de enseñanzas que ofrece a la multitud y a los discípulos sobre varias cuestiones y problemas que pueden presentarse en la vida y en la comunidad cristiana.
La ocasión se le presenta, en este caso, gracias a una pregunta-trampa de los fariseos sobre si es lícito a un marido repudiar a la propia esposa. Que el repudio fuese admitido comúnmente por la legislación mosaica es cosa conocida. Sin embargo no había consenso en la interpretación de la expresión “si el marido ha encontrado en ella algo vergonzoso” (Deuteronomio 24,1). Lo discutido pues, versaba sobre qué pudiera ser definido como tal, de manera que el marido escribiese un acta de repudio (acta de divorcio) y entregándosela en mano la echase fuera de casa.
Se enfrentaban sobre todo dos famosas escuelas rabínicas: la más rigorista, de Rabbí Shammai, que admitía la licitud del divorcio sólo en caso de adulterio de la mujer; y la más laxista, de Rabbí Hillel, que añadía al primer motivo cualquier otra cosa que pudiese desagradar al marido (p. ej. “que el hombre ya no encontrase nada de hermoso y agradable en ella” o también que la mujer no le cocina de la manera habitual o si se equivoca en el caldo o le quema una vianda. Incluso un defecto de la mujer, aunque fuese involuntario, o el aburrimiento de ver cada día la misma cara. Según otro maestro, el Rabbí Akkiba, una razón suficiente podría ser el haber encontrado una mujer más bella.
Pero por lo que sabemos, en aquella época concreta lo que la mayoría seguía era la enseñanza del gran Hallel y de su escuela, de modo que prácticamente no había mujer que pudiera evitar legalmente el acta de repudio.
Se dice que los fariseos, como en otras ocasiones, presentan esta pregunta a Jesús para ponerle a prueba, es decir para constatar de qué lado inclina la balanza o quizás incluso para que tome partido ante Herodes, que había repudiado a su primera mujer para casarse con Herodías, hecho fuertemente criticado por Juan Bautista. Si de hecho la ley consentía todo lo dicho, en cambio persistía en Israel una corriente profética que condenaba vivamente el divorcio. Véase Malaquías 2, 15-16: “¿No ha hecho el Señor un ser único, carne animada de vida? Y este ser único, ¿qué busca? Una descendencia divina. Respetad vuestras vidas y no seáis infieles a la esposa de vuestra juventud. Pues el que se divorcia de su mujer porque la odia -dice el Señor, Dios de Israel- cubre de violencia su vestido -dice el Señor todopoderoso-. Respetad vuestras vidas y no seáis infieles”
Pero Jesús, como otras tantas veces en las que se le implica en un debate, supera el callejón sin salida del legalismo. No responde directamente a la pregunta, señala que la prescripción del Deuteronomio fue necesaria por la dureza del corazón de los hebreos, expresión clásica del Antiguo Testamento para indicar la insensibilidad de la conciencia, la fragilidad pecadora, la obstinada infidelidad a Dios. “Al principio de la Creación, Dios los creó hombre y mujer…y los dos serán un sola carne…no separe el hombre lo que Dios ha unido”
He aquí pues la respuesta de Jesús: Él recupera el proyecto originario del Creador, admirablemente descrito en la primera lectura de este domingo, del libro del Génesis. Para superar la soledad del hombre, el Señor Dios crea un ser diferente a todos los otros, sacado de la carne misma de Adán. Existe pues una nexo profundo entre ambos, que los diferencia tanto del mundo animal como del divino, pero que al mismo tiempo los une en un modo del todo peculiar, de manera tan fuerte que cuando Dios conduce a la mujer al hombre, éste manifiesta un estupor gozoso porque reconoce en ella una parte de sí mismo, de su misma naturaleza, diferente de la de los animales, y en el encuentro nace también la posibilidad de la comunicación. Por vez primera Adán habla.
“Por ello –prosigue el texto del Génesis citado por Jesús- el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. Subrayemos que los dos verbos hebraicos usados para indicar la unión entre el hombre y la mujer no significan únicamente la unión sexual, sino mucho más: hablan de una adhesión a la persona plena, en una relación de amistad y solidaridad: es la reciproca donación total, hasta formar una sola cosa, una sola persona, una unidad que no se extinguirá ni con la muerte, porque “el amor es más fuerte que la muerte” (Cant. 8,6)
Jesucristo en su respuesta había citado también el Génesis 1,27 (Dios creó al hombre a su imagen, hombre y mujer los creó) es decir que la pareja humana en cuanto tal es imagen de Dios, y en su naturaleza expresa incluso aquella realidad de la alianza que es el don más grande hecho por Dios a los hombres. La voluntad creadora de Dios a la que Jesús se refiere es crear al hombre a su imagen como varón y mujer, y fundar por tanto la unidad indisoluble del matrimonio: “Así pues, no separe el hombre lo que Dios ha unido”
Esta es la visión del matrimonio que la comunidad de los orígenes había deducido de la enseñanza del Señor y que la diferenciaba netamente del judaísmo. Esta es la doctrina que la Iglesia posteriormente siempre ha anunciado. Es natural que nos preguntemos como volverla a proponer hoy, en una sociedad en la que en las últimas décadas tanto los divorcios como las separaciones han aumentado vertiginosamente. Y donde apenas un 10% de los europeos han declarado estar de acuerdo con las enseñanzas de San Juan Pablo II sobre la negatividad del divorcio.
Una respuesta la podemos encontrar en la misma página evangélica. Notemos que la enseñanza sobre el matrimonio, Jesús no la imparte ni en la primera predicación en Galilea ni en medio de las controversias con los fariseos, sino únicamente a partir del momento en el que Él es reconocido como Mesías, como Hijo del Hombre llamado a una entrega de sí mismo hasta la cruz. Esto es como decir que esta enseñanza se inserta en la global propuesta de la vida cristiana, que implica dificultades, sufrimientos y “cruces”. En el caso específico de los cónyuges, éstas consisten en el esfuerzo constante por encontrar vías de entendimiento, comprensión y disponibilidad del uno hacia el otro; volver a empezar cada vez que algo se tuerce o incluso se rompe.
Pero Cristo continuamente ha prometido permanecer junto a nosotros, con su gracia y con el don de su Espíritu. Jesús hizo su primer milagro en Caná para salvar la felicidad de aquellos esposos. Cambió el agua en vino y al final estuvieron de acuerdo en afirmar que el vino servido por último era el mejor. Jesús hoy está dispuesto, si es invitado a la boda, a obrar de nuevo este milagro y a hacer que el vino último -el amor y la unidad de los años de la madurez y la ancianidad- sea aún mejor que el de la primera hora.
Mn. Francesc M. Espinar ComasPárroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet
Sólida enseñanza, mosén Francesc, más allá de las homilías al uso tejidas de lugares comunes y sentimentalismos vacíos de doctrina. La explicación de la dualidad en la creación para desembocar en la unidad, clave de la naturaleza del matrimonio sacramental, instituido por Cristo, pone de manifiesto la exigencia de irreversibilidad. Hoy, sin embargo, parece que algunos echan de menos las escuelas rabínicas, la perversidad del corazón, para justificar unos matrimonios irregulares, dándoles categoría de matrimonios en virtud de no sé qué discernimiento, conciencia, misericordia y otros edulcorantes y conservantes. Gato por liebre. Que el Señor nos ayude en el matrimonio y permita que nuestro amor persista más allá de la muerte. Polvo somos, pero polvo enamorado. Moltes mercés.
ResponderEliminarEs la patética flaqueza de nuestra fe, la que nos ha hecho abrazarnos al divorcio como si fuese un bien frente a la fuerza del matrimonio indisoluble. Doctrinalmente, la doctrina de la Iglesia respecto al matrimonio ha sido una bendición para la humanidad. Sobre todo para su eslabón más débil, que son los hijos. ¿Con defectos? Como todo lo humano. La indisolubilidad no se inventó para el solaz de los esposos, sino para la estabilidad de la familia; es decir para la seguridad de los hijos. ¿Pero a quién importan hoy los hijos? Cuando empezó a practicarse su abandono mediante el divorcio, nadie sospechaba que lo siguiente iba a ser su eliminación mediante el aborto (¿por qué no, si su presencia estorbaba el solaz de los esposos?) Es en el divorcio donde empieza la maldición de los hijos. Hemos formado una sociedad en que los hijos son tratados como la peor maldición de "la pareja". Y aún no hemos tocado fondo. Es lo que tiene supeditar los hijos a las conveniencias y a los caprichos de los padres.
ResponderEliminarEsperemos que no haya muchas parroquias que lean "y serán una sola familia" en vez de "una sola carne".
ResponderEliminarEs lo que tiene la libertad de traducción sin indispensable supervisión prescrita desde Roma.
Sustituir la palabra 'carne' por 'familia' supone muchas cosas y todas muy serias. Pero estoy seguro de que yo no sabría exponerlas con la claridad de Mn. Francesc Espinar.
Si a lo de una sola carne se le añade el gran mensaje de la trascendencia, tendremos una familia sólida y una sociedad formada por células estables. Si se elimina la trascendencia sólo nos queda la carne, con sus variantes. Consecuencia necesaria: una sociedad inestable y vulnerable, fácilmente manipulable. Parece que es lo que interesa.
ResponderEliminarLa Fe sirve de gran ayuda. Dicho desde la experiencia de 53 años de matrimonio (aunque no sea políticamente correcto).
Brillante homilía, Mosén Francesc, muy necesaria en estos tiempos tan difíciles. Gracias.
Además, y sobre todo por encima del adulterio, que ya sería grave per se, es ls citada por otros attuales de haber tapado antes de casarse el ser esteril, o haberse vuelto loca, directamente, loca sin remedio y de remate, no admisible como consorte cristiana. Estas dos serían las causas genéricas de nulidad pre y post casamiento.
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