Desde una perspectiva cristiana, no tendría que darnos pereza preguntarnos de dónde proceden nuestro bienestar y nuestra prosperidad. Sobre todo, a partir del momento en que nos hemos lanzado a vivir de prestado. En tal caso, la primera pregunta es quién nos presta el dinero para que vivamos por encima de nuestras posibilidades; y la segunda, es quién pagará la deuda. Dejando pendiente de respuesta la primera pregunta, la respuesta de la segunda es evidente: nuestro plus de bienestar lo pagarán nuestros hijos, nuestros nietos y, tal como vamos, algo les quedará por pagar a nuestros bisnietos: a no ser que las cosas se les pongan fatal por no poder hacer frente a la deuda. Y por ponernos en lo más inmediato, de momento pagaremos con una mayor inflación (el impuesto de los más pobres, que son la inmensa mayoría), con el resultado de que los que menos tienen, ven cómo con el mismo dinero han de hacer frente a mayores gastos: entrando así en un progresivo estado del malestar.
El otro gran pagano de la prosperidad de nuestro “Primer Mundo” es el “tercer Mundo” (y entre medio, ha desaparecido el Segundo Mundo). Gracias a que, mediante una sabia explotación, los mantenemos en la extrema pobreza, en un tremendo estado de malestar, podemos costearnos nosotros el maravilloso Estado del Bienestar en que nos hemos colocado: el caso más emblemático lo tenemos en Francia, gran prototipo del envidiable estado de bienestar que había alcanzado gracias a la inmisericorde explotación de sus ex colonias africanas. Emancipadas éstas, se desploma Francia sin remedio. Su economía propia no le da para tanta grandeur.
En fin, que en estos momentos de depresión (al menos económica), no suena demasiado halagüeño eso de “próspero año nuevo”, a sabiendas de que, en los antaño Estados del Bienestar, la prosperidad es privilegio de unos pocos, a costa del infortunio de los más.
Llevo todo el año 2025 oyendo hablar de aranceles: que además nos han vendido como algo digno y justo, equitativo y saludable, cuando son el primer agravio en virtud del cual se institucionaliza y se perpetúa la pobreza del tercer mundo. Se les ponen altas barreras arancelarias y normativas para que no puedan vendernos sus productos, baratos en exceso, para evitar una competencia que sentimos como ilegítima: y de ese modo provocamos las grandes migraciones que finalmente alteran nuestro mercado de trabajo. Con lo que hemos trasladado los problemas del desequilibrio del mercado de productos, al desequilibrio del mercado de trabajo. Y se nos llena la boca hablando de ayudas (es decir, limosnas) al tercer mundo o de préstamos terriblemente onerosos. Hipocresía de alta tensión. Y luego nos quejamos del problema de la inmigración masiva. No quisimos sus productos, porque nos molestaba su competencia; y ahora que vienen ellos mismos a ofrecernos su mano de obra casi esclava, tampoco estamos de acuerdo. Rechazamos ayer sus productos, y hoy los rechazamos a ellos.
Y en el colmo de la desvergüenza, los países más poderosos establecen un sistema de “sanciones” a base de fuerza bruta contra los países que no aceptan el sometimiento a la fuerza del poder.
Sancio, sancis, sancire, sanxi, sanctum. Ahí estamos, en lo santo, en la santidad de las sanciones. ¿De verdad son cosa santa las sanciones? Estamos, una vez más, ante la peor perversión del lenguaje (por cierto, per-vértere es verter totalmente, volver algo del revés). Pues sí, estamos embarcados tan santamente en prácticas perversas a las que les hemos puesto bellos nombres, nombres santísimos. No debemos pasar por alto que “sanción” es de la misma raíz que Sancus (el dios de los pactos y los contratos en la belicosa Roma); y de la misma raíz son sacer, sacra, sacrum y sacerdos, sacerdotis. Luego tendremos derivados onomásticos: Sancho, Sánchez, Santos.
Basta que nos vayamos al diccionario de la Real Academia, para ver que las ‘sanciones’ de las que oímos hablar todos los días en política inter-nacional, son acciones de fuerza del país dominador al país dominado. En efecto, el diccionario nos da como significado primero de sanción, el de Pena que una “ley” o un “reglamento” establece para sus infractores. Y como segundo significado, el de Autorización o aprobación que se da a cualquier acto, uso o costumbre. La sanción le corresponde a la ley; y por supuesto, siempre sigue a un juicio. Está claro que en el mercadeo de las sanciones que le impone un país a otro, la peor sanción es la guerra en que el país que hace de mandón (o matón) entra directamente a robar al país: para lo cual, mata a todo el que haga falta. Elemental: la fuerza es la ley.
¿Y qué son exactamente las “sanciones” que impone un país poderoso, y colonialista para más señas (siempre son los Estados Unidos de Norteamérica, y eventualmente la Unión Europea) a cualquier otro país que no se somete a sus órdenes y a sus intereses? Pues nada más y nada menos que la “prohibición” de comerciar con otros países y sobre todo, de venderles sus productos: sin otra intención que la de ahogar económicamente a los países que se niegan a someterse al país más poderoso. En fin, el objetivo de esas sanciones es el bloqueo económico para asfixiar al país que no se somete ni “obedece”. Y todo el mundo habla de esas “sanciones” como si tuvieran alguna legitimidad.
Bueno, y las barreras arancelarias (tarifas). Cosas de moralidad; más concretamente, inmoralidad. Para luego hacerles caridad a los países a los que no les has permitido vender sus productos. Malvada hipocresía. Cuando te tropiezas con la extremada pobreza de un país, antes de nada, mira a ver si está sometido a sanciones, o si les han puesto barreras arancelarias para evitar que sus productos, fruto de un trabajo tan mal pagado, compita con los productos de otro país que cobra mucho más por su trabajo.
En fin, que en un momento en que van cayendo máscaras y camuflajes, se distinguen algo mejor el bien del mal, las luces y las sombras (parece, p. ej. que, gracias al desalojo de Gaza, se terminarán finalmente los problemas energéticos de Europa: ¡qué alivio!, ¿no?). Y si no nos dejamos cegar por los intereses, se nos revela con bastante claridad, cuáles son los cimientos del bienestar y de la prosperidad de que gozamos: algo exagerado, cuando lo comparamos con la extrema miseria de algunos países cuyo expolio y cuyo trabajo esclavo sostiene nuestra prosperidad. Por eso, más nos vale no invocar la prosperidad para el año que está a punto de empezar: porque no estando en condiciones de alcanzarla por nosotros mismos, no sabemos a costa de quién sería.
Virtelius Temerarius


