El aborto libre seguirá prohibido en Mónaco. Así lo ha confirmado el príncipe Alberto II, negándose a sancionar el proyecto de ley aprobado por el Consejo Nacional que pretendía transformar la actual despenalización parcial en una legalización plena. La decisión, comunicada al ministro de Estado semanas atrás, se fundamenta en la identidad católica del Principado, recogida en su propia Constitución: “La religión católica, apostólica y romana es la religión del Estado”.
Hoy, el aborto en Mónaco no está legalizado, aunque desde 2019 se encuentra despenalizado en casos excepcionales previstos por la ley de 2009: violación, peligro mortal para la madre o malformación fetal grave. El texto rechazado por el soberano contemplaba legalizarlo hasta las 12 semanas, ampliando a 16 en casos de violación y rebajando la edad de consentimiento parental de 18 a 15 años. Alberto II ha sido claro: “Creo que el sistema actual expresa quiénes somos, considerando el papel de la religión católica en nuestro país, al tiempo que garantiza un apoyo seguro y humano”.
La Archidiócesis de Mónaco -casi igual que en la de Andorra- había advertido del peligro de un cambio legislativo de tal magnitud. Su arzobispo, Dominique Marie David, señaló que significaría un “cambio antropológico” y que el Principado dejaría de reconocerse en los valores sociales del catolicismo. Frente al laicismo militante de Francia, Mónaco ha querido reafirmar que su esencia es inseparable de la fe católica. “Sin el catolicismo, el Principado ya no tiene su esencia”, declaró el prelado.
Las asociaciones feministas locales han mostrado su decepción, aunque medios internacionales como European Conservative han calificado la decisión de “simbólica”. Para una población acomodada y con Niza a apenas a 20 kilómetros, acceder al aborto no es un obstáculo insalvable. Pero lo simbólico, en este caso, es lo decisivo: en un continente que avanza hacia la uniformidad doctrinal proabortista, Mónaco se convierte en una excepción incómoda, un pequeño foco de resistencia a la pérfida Agenda 2030.
Lo esencial, sin embargo, no es la magnitud del Principado ni la facilidad de viajar a Francia para abortar. Lo esencial es que alguien, por pequeño que sea, haya dado el primer paso contra la uniformidad de conveniencia.. Ese gesto rompe la aparente invencibilidad de la doctrina proabortista que domina Occidente. Es un resquicio, una grieta en el muro. Y toda grieta puede ensancharse. Primero cultura, luego conciencia, finalmente historia: así se construyen las verdaderas transformaciones.
La tragedia del aborto no está sólo en su despenalización jurídica, sino en la despenalización personal y social. Cuando individuos y sociedades dejan de sentir pena, dejan de experimentar culpa, dejan de reconocer que lo que hacen está mal, entonces el mal se convierte en bien. El aborto pasa de ser tolerado a proclamarse como derecho, incluso como bien en sí mismo. Y aquí la responsabilidad de la Iglesia es absoluta. Su misión era mantener viva esa pena, esa conciencia de pecado, tanto en los individuos como en la sociedad en su conjunto. Pero si los pastores abdican de esta obligación, refugiándose en frases genéricas, evitando a toda costa cualquier conflicto con el poder político, la abominación crece, consentida de hecho, aunque condenada en una doctrina que ya no se proclama. Claro, "no íbamos a estar hablando siempre del aborto", que dijo el fallecido papa. Así pues, con soltar una frasecita, más o menos crítica (sin meter el dedo en la llaga, ni en el ojo), ya había bastante. Y mientras tanto, creciendo la abominación a los ojos de la Iglesia, de hecho, consintiéndola (eso sí, condenándola casi por compromiso, sin eficacia).
Todavía no se ha corregido ni sancionado a eclesiásticos de alto nivel que han promovido el aborto bajo el disfraz de la “compasión”. No se frenó a religiosas y clérigos que lo han justificado o incluso financiado, aquí mismo, en Barcelona. Y lo que se permite, se promueve. Lo mismo ocurre con la homosexualidad en el clero, tolerada de la manera más increíble, y con la pederastia clerical que, aunque oficialmente se abomina, tampoco se reprime de forma verosímil, cuando no conviene.
En este contexto, el gesto de Alberto II adquiere un valor inmenso. Un príncipe diminuto, de un país diminuto, ha tenido el coraje de decir “no” al aborto a la carta. Ha recordado que la identidad católica no es un adorno, sino un fundamento. Ha demostrado que todavía es posible resistir, aunque sea desde un rincón del mapa. ¿Podrán hacerlo en el otro Principado, el de Andorra, con un copríncipe que es el obispo de Urgel? ¿O en el Hospital de San Pablo con la trampa saducea de aceptar el aborto y rechazarlo a la vez?
Y mientras tanto, la diplomacia eclesial se esfuerza en quedar bien con todos: con los estados abortistas y con los católicos pro-vida. Una diplomacia que se disuelve en la tibieza, incapaz de pronunciar un sí o un no claros, pronunciando tantas veces los dos al unísono, más preocupada por el posicionamiento social que por la verdad. Ese eclesiástico canguelo contrasta con la firmeza de un príncipe que, sin pretensiones de grandeza, ha sabido defender lo esencial, lo fundamental.
Por ello, Mónaco no ha cambiado seguramente la historia del aborto en Europa. Pero la Iglesia siempre se ha construido sobre esos testimonios. La actitud del pequeño príncipe ha abierto una grieta. Ha recordado que la uniformidad impuesta no es invencible. Ha mostrado que la fe católica puede seguir siendo fundamento de un Estado. Y ha puesto en evidencia la cobardía de quienes, teniendo más poder político y más responsabilidad eclesial que el gran príncipe del pequeño principado, prefieren callar o contemporizar con el crimen más abominable.
El gesto de Alberto II el Grande es pequeño en apariencia, pero grande en significado. Porque lo que se permite, se promueve. Y lo que se resiste, aunque sea desde un minúsculo Principado, puede convertirse en semilla de cultura, de conciencia y de historia de salvación.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.www.sacerdotesporlavida.info


