La Iglesia, en su tradición multisecular, ha vivido siempre de la relación personal entre el pastor y su comunidad. La parroquia nunca fue una oficina ni un engranaje burocrático, sino un hogar espiritual donde el sacerdote conocía a sus fieles, compartía sus alegrías y sufrimientos, y se entregaba con responsabilidad personal a la misión de anunciar el Evangelio. Hoy, sin embargo, asistimos a una transformación que amenaza con destruir este modelo: la sustitución del párroco por un “coordinador de equipo”.
El documento titulado “Reestructuración pastoral y territorial de la Archidiócesis de Barcelona”, resultado del parto de los montes de un abstruso staff diocesano, habla de “comunidades pastorales” y de “equipos de presbíteros y diáconos”, bajo la dirección de un moderador o coordinador. En la práctica, esto significa que ya no hay un pastor que se responsabilice de su parroquia, sino unos funcionarios que organizan turnos de servicio. Ya no hay párroco, sino el cura que toca este domingo y celebra la misa, administra los sacramentos puntualmente y se marcha con la música a otra parte. No hay continuidad, no hay relación personal, no hay vínculo pastoral. El sacerdocio secular se vacía así de contenido teológico y la parroquia se convierte en un servicio religioso despersonalizado, semejante a una ventanilla administrativa, a una estafeta de correos donde vas a comprar un sello, sin importar el funcionario que te lo venda. Porque uno va por el sello y punto. No hay nada personal en ello.
La desaparición del párroco
El párroco, figura central en la vida de la Iglesia diocesana, queda disuelto en una etérea figura de engranaje en la coordinación de un equipo pastoral. A partir de ahora, sólo serán párrocos aquellos que gocen de la personal amistad y de una absoluta afinidad afectiva y efectiva con el obispo, y sean designados graciosamente por él como “moderadores”.
El resto de sacerdotes se convierten en auxiliares, sin responsabilidad propia, sujetos a la coordinación del líder impuesto, inquilinos (pues sin duda tendrán que pagar por ello) de cualquier cuchitril habitacional en la abadía de la parroquia de referencia de la comunidad pastoral, de la que el cura moderador es amo y señor. Sin apenas independencia, el clero auxiliar, no así el alto clero, tendrá que tragar con lo que le den para vivir, mientras el resto de casas parroquiales quedan a disposición del obispado para que renten con alquileres a precios de mercado, y puedan así proveer las necesidades familiares de la multitud de laicos paniaguados, que medran en las oficinas episcopales.
Así pues, la parroquia deja de ser un espacio de pertenencia y se convierte en un territorio administrado desde arriba. El sacerdote ya no es pastor, sino funcionario. Sin ilusión, su tarea se limita a ofrecer servicios sacramentales. Sin la más mínima esperanza de construir una comunidad viva, se le priva de la alegría de acompañar las vidas de los fieles, de ver crecer a su rebaño, de ser padre espiritual de cada uno de ellos. Se destruye así la tradición multisecular que vinculaba al sacerdote con su comunidad concreta, con sus familias, con sus enfermos, con sus jóvenes.
El control ideológico y la uniformidad pastoral
Este modelo no es inocente. Al eliminar la responsabilidad personal del sacerdote como párroco, se asegura un control ideológico absoluto. El coordinador, designado como cargo de confianza por el obispo, marca el estilo pastoral y uniformiza las prácticas. Se acabó la diversidad de carismas, la riqueza de estilos, la creatividad pastoral. Todo queda sometido a un esquema uniforme, diseñado para garantizar obediencia y evitar disidencias.
La parroquia, que era espacio de libertad y de encuentro, se convierte en un laboratorio de uniformidad. El sacerdote ya no puede imprimir su sello personal, ni responder a las necesidades concretas de su comunidad. Debe ajustarse al guion impuesto, al “camino sinodal” bajo la vigilancia del coordinador. El resultado es una pastoral fría, repetitiva, sin alma, que responde más a criterios administrativos que a la acción del Espíritu.
Una Iglesia sin rostro ni calor humano
Los fieles se encuentran finalmente con “el cura que toca este domingo”, un sacerdote al que no conocen, que no sabe nada de sus vidas, que no se compromete con ellos más allá de la celebración puntual. La parroquia pierde su identidad, se diluye en una estructura burocrática que habla de comunión, pero practica la despersonalización.
Y la sinodalidad, presentada como camino de renovación, se convierte en un expediente organizativo que reduce la vida de la Iglesia a reuniones y coordinaciones. Sin profundidad espiritual, sin relación personal, sin responsabilidad concreta, la parroquia se convierte en una oficina de servicios religiosos.
El sacerdote convertido en funcionario
En cambio, el sacerdote, que antes encontraba en su parroquia un espacio de entrega y pertenencia, ahora es tratado como un empleado que rota por distintas comunidades. Se le quita la ilusión de tener una comunidad propia, de ser padre espiritual de un pueblo concreto. Se le convierte en un funcionario que ofrece servicios sacramentales, sin arraigo ni continuidad. La sacramentalidad, que tanto criticaban los curas progres tras el concilio, se convierte en una realidad oficial y fomentada por el mismo Arzobispado.
Luego, dirán que este modelo de acción pastoral se implementa porque faltan sacerdotes. No es verdad. En Barcelona sólo faltan esos sacerdotes progres que a D. Juan José Omella le gustarían. Tiene otros, pero a esos hay que atarles corto. Las vocaciones no les interesan porque nunca han creído en ellas. Por eso no las buscan, por eso no hablan ya a los jóvenes de la vocación ni de la entrega a Cristo en el ministerio sacerdotal. Quieren una nueva iglesia, dirigida administrativamente por laicos a sueldo, en la que los pocos clérigos que queden sean ingenuos esclavitos felices hasta su física desaparición.
Este modelo no puede más que desmotivar, matar vocaciones y convertir el ministerio del sacerdote en una tarea desilusionante y mecánica. En ella, el sacerdote deja de ser pastor para convertirse en gestor de sacramentos. Y cuando se pierde la dimensión personal y comunitaria, la parroquia se convierte en un cascarón vacío.
Conclusión: la demolición silenciosa
La demolición silenciosa de la parroquia tradicional es un golpe bajo a la vida de la Iglesia. Con ella, se destruye la figura del pastor, se convierte al sacerdote en funcionario, se elimina la relación personal con los fieles, se uniformiza la pastoral y se asegura el control ideológico. Y todo bajo el pretexto de modernizar estructuras, de responder a la movilidad contemporánea y a la presunta falta de vocaciones.
Sin embargo, la Iglesia no vive de estructuras, sino del Espíritu de Cristo que, a través del ministerio sacerdotal, forma comunidades vivas, con pastores entregados, con relaciones personales que transmiten el Evangelio. Y es que si se arranca al sacerdote de su parroquia, se le priva de cualquier responsabilidad personal y se le convierte en un funcionario administrativo, matando así la ilusión, apagando el ardor pastoral y condenando a la parroquia a su efectiva demolición.
La tradición multisecular de la Iglesia nos recuerda que el sacerdote, el pastor, es más que un coordinador, más que un hacedor de sacramentos: es padre, guía, amigo y testigo configurado con Cristo para enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de Dios. Destruir esa tradición es destruir la Iglesia misma. Y quienes hoy, desde las altas esferas eclesiales, promueven este modelo de coordinación comunitaria deben saber que están inventando una iglesia sin rostro, sin calor humano y sin alma.
Que Dios se apiade de ellos.
Gerásimo Fillat



