He ahí la paradoja en que nos encontramos hoy. Si TODAS las religiones llevan a Dios (¿a Dios Padre? ¿a Dios Hijo? ¿a Dios Espíritu Santo?), si todas las religiones gozan de igual capacidad redentora (¿o es igual la religión convencida de que el hombre cayó y se perdió en algún momento, que la religión convencida de que el hombre es tan perfecto que no necesita redención?); si todas las religiones le aportan lo mismo al hombre, ¿qué sentido tiene profesar una religión u otra? Y si todas las religiones valen lo mismo, pues lo mismísimo vale la religión que niega todas las religiones: y que no deja de ser otra religión: porque, al fin y al cabo, da respuesta a la inquietud religiosa del ser humano.
Es evidente que desde el momento en muchos en la Iglesia predican desde sus más altas cátedras la igualdad de todas las religiones; o dicho de otro modo, relativiza a la Iglesia, relativiza a Dios y relativiza la salvación; es evidente desde ese momento, que tampoco dentro de la Iglesia hay salvación. Más que nada porque nos encontramos ya ante una Iglesia que se ha dejado convencer de que el hombre ya no necesita salvación. Y que Jesucristo fue un gran profeta o algo así, como afirman musulmanes y judíos. Con lo cual jugamos a la opción de abandonar al hombre a su suerte, es decir a su mala suerte. Aparte de que con esa visión emborronamos totalmente la idea católica de Dios y dejamos de insistir en la visión del Dios-Hombre y de su acción redentora. En una palabra, le metemos a nuestra religión un vaciado al que ni siquiera los arrianos se atrevieron.
Y evidentemente queda vaciada de sentido la feliz sentencia de san Cipriano de Cartago, tan temprano como en el siglo III, según la cual Extra Ecclesiam, nulla salus: fuera de la Iglesia, ninguna salvación. Cosa absolutamente coherente por otra parte, porque si Cristo es nuestro Salvador, quien se acoge a la Iglesia de Cristo es quien se acoge a su salvación. Los que ignoran a Cristo, ignoran la Salvación; y quienes niegan a Cristo, es la salvación lo que niegan. Coherencia total: quien acepta a Cristo Salvador, acepta la Salvación que Cristo le ofrece.
Y dentro de esa misma lógica y esta rigurosa coherencia, es decir, dentro de la Iglesia católica, no tiene ningún sentido empeñarse en que al ser todas las religiones iguales, cada uno se salva desde su religión, cualquiera que ésta sea. Además de que esa feliz expresión de san Cipriano está avalada por el Evangelio: qui crediderit et baptizatus fuerit, salvus erit¸qui autem non credíderit, condemnábitur: el que creyere y fuere bautizado, se salvará; pero el que no creyere, se condenará. Y no, no tienen nada de discriminatorio ni despectivo estas palabras hacia las demás religiones. Porque la fe en Jesucristo y el bautismo van condicionados a que la Iglesia cumpla con su misión de predicar, de difundir el Evangelio a todo el mundo. Con lo que la responsabilidad de la fe en Jesucristo no carga sobre los hombros de los que no creen y no se bautizan, sino sobre los de la Iglesia que no les ha transmitido la fe.
Pero el problema al que nos enfrentamos hoy, es al de la transmisión de la fe. La gran misión de la Iglesia, su máxima razón de ser. Es evidente que una Iglesia que ha perdido la fe en sí misma y en su misión, no está en condiciones de transmitir esa fe. Muchísimo menos cuando se afirma que la Iglesia se ha de abstener de hacer proselitismo, es decir que no ha de predicar su fe. ¿A qué va, pues, a las misiones?
Una curiosidad: el famoso pez (IXZYS), el acrónimo griego que significa Jesús-Cristo-de-Dios-Hijo-Salvador, el único atributo operativo que nombra, es el de la Salvación: Jesús el Salvador. Fuera de Él no hay Salvación. Ése fue el sentir de los primeros cristianos que eligieron este acrónimo y su respectivo símbolo, el pez. Por eso no tuvo nada de extraño que la Iglesia aceptara desde tan temprano la sentencia lapidaria de san Cipriano: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”. Porque además era evidente que la Iglesia estaba volcada en la salvación de toda la humanidad.
En efecto, desde el afán en la salvación del pueblo judío en que estaba centrado san Pedro, el primer papa, hasta la salvación de los gentiles, “todas las gentes”, a la que le empujó san Pablo, la Redención se extiende a toda la humanidad. Justamente por eso, porque no quedan discriminados los no judíos en un primer momento y los no cristianos a partir de ahí y hasta el momento presente, justamente por eso se instituye la acción misionera de la Iglesia: “Id por todo el mundo y predicad del Evangelio a toda criatura”. Es decir que en la medida en que la Iglesia cumpla el mandato misionero de Cristo, será en todo caso la misma Iglesia la que extienda la Salvación de Cristo a todas las gentes. Y será la misma Iglesia la responsable de que no les alcance a todos la Salvación, por haberles negado a unos o a otros la predicación del Evangelio. Es que ésa es la nueva moda, totalmente antievangélica: cuando un católico se cruza con alguien que “ya tiene su fe”, se recomienda que no se le predique a Jesucristo, dando por supuesto que no necesita su Salvación: puesto que de eso ya se cuidan los dioses a los que adore cada uno.
Lo que le corresponde a la Iglesia es predicar el Evangelio de Salvación y Redención de Jesucristo a piñón fijo, a tiempo y a destiempo, que dirá san Pablo. De ahí que venga a ser un grave desenfoque de la misión de la Iglesia eso de “respetar” las creencias y las religiones del mundo. Lo suyo auténtico es predicar el Evangelio, aunque sea escándalo para los judíos y necedad para los gentiles.
Pero claro, si en la Iglesia se elude la obligación de predicar la Salvación, si se zafa de esa obligación sagrada de transmitir su fe en Jesucristo y en su mensaje de Salvación, es porque nosotros mismos hemos perdido la fe y renunciado a la misión de transmitirla: porque hemos puesto el foco de nuestros afanes en el cultivo de las miserias humanas. Así está claro que ni fuera de la Iglesia, ni tampoco dentro, encontraremos la salvación. Más aún, están siendo cada vez más los que encuentran la perdición dentro de la Iglesia. Empezando por el gran número de eclesiásticos que se han entregado en alma y cuerpo (sí, también en cuerpo) a justificar y promocionar conductas contrarias a la eterna ley de Dios. Pues no, en esa Iglesia entonces ya no hay salvación, sino perdición, pues no predica contra las aberraciones del mundo, por no faltarle al respeto y por no ofenderle.
Es como la paz construida sobre la dominación y la opresión. ¿Es deseable esa paz? Sí que es paz, claro que sí; pero que sólo es posible mediante la opresión. ¿Se ajusta a la verdad llamar paz a eso? Claro que habrá paz en Gaza. Claro que habrá paz en el lujosísimo resort de Gaza. ¿Pero hemos de pedir a Dios esa paz, justo esa paz? Pues eso: ni esa paz, ni esta salvación fuera de Cristo.
Otra cosa es pensar que solo los católicos nos salvaremos. Conocer la religión verdadera no es privilegio, sino una responsabilidad de la que daremos estrecha cuenta. Se salva en Cristo el que obra el bien y evita el mal. El que no hace a otro lo que no quiere para sí mismo. El que actúa con la sensatez y el criterio de la ley natural. Pero el que se salva, sea quien sea, se salva por Cristo. Por nadie más.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.
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