CISMA Y ESQUIZOFRENIA

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¿Habéis olvidado que cisma y esquizofrenia, tienen en común el verbo sjízo, que tanto en el uno como en la otra significa “escindir”, desgarrar? Es que nos pasa con cierta frecuencia que, cuando la realidad se nos hace intolerable, huimos de ella nombrándola en griego; así, ni nos enteramos de lo que decimos. Nos encontramos, en efecto, ante dos palabras griegas hermanadas en el mismo verbo, que pasa al latín como scindo, scíndere y a las lenguas modernas, como “escindir/escisión”, con las formas fonéticas y desinenciales de cada una.
En resumen, tanto el cisma como la esquizofrenia son escisiones. El primero, la escisión de la Iglesia. La segunda, la escisión de la mente (ta fréna: en origen, el esternón que, al tener que ver con la respiración, acabó significando el alma, el espíritu…  la mente, el corazón): con la particularidad de que, estando la Iglesia en una situación de cisma de hecho, cuya formalización se evita por todos los medios, he aquí que se dan la mano ambos términos retroalimentándose mutuamente. Es así como el cisma negado, ocultado, no declarado, degenera en una situación evidentísimamente esquizofrénica. Enfermiza a más no poder: sí, sí, la Iglesia enferma, con una enfermedad que a fin de cuentas ayuda a huir de la realidad que no está en condiciones de afrontar. 
Cuando pienso en su sinónimo “desgarrar”, aparte de su mayor intensidad anímica, me viene a la mente la túnica inconsútil de Jesús, que los soldados que le crucificaron, echaron a suertes: por no partírsela en trozos. En cambio, los altos jerarcas de la Iglesia tiran de ella cada uno por su lado, sin importarles que se desgarre.
Y evidentemente, hay en la Iglesia elementos que no están dispuestos a vivir y convivir en esa enfermedad tremendamente destructiva: destructiva de la identidad de la Iglesia. Éstos acusan el horrible desgaste que representa para la Iglesia, pretender que el agua y el aceite, el bien y el mal sean una misma cosa, o que al menos se comporten como si lo fueran. Relativismo puro y duro; y, además, impuesto desde arriba en forma dictatorial. Pero resulta que eso, además de no poder ser, es imposible. Y esa situación degenera en un diagnóstico evidentísimamente esquizofrénico, con brotes esporádicos hacia una de las “personalidades” en conflicto, o hacia su contraria. Y no son pocos los fieles a los que esta situación, ese vaivén, les produce auténtico desgarro. Lo llevan mal. En medio de esa ansiedad, justo acaba de aparecer una desgarradora noticia sobre el Vetus ordo. No hay manera de salir de sustos y sobresaltos.
Son grupos que sufrieron el tremendamente escindidor-esquizofrénico pontificado de Francisco (los más impacientes, se tiraron al sedevacantismo). Al producirse el relevo en la sede de Pedro, tras la paciente espera de medio año para ver cómo respiraba el nuevo papa, han constatado que el papa difunto sigue todavía muy vivo en la Curia vaticana y en un episcopado levantisco: que sigue la inercia franciscana de la que fue fiel y quizá convencido ejecutor el prefecto Prevost (que carga mochila); se trata de grupos impacientes, que empiezan ya a manifestar cada vez más claramente que tanto para la Iglesia como para ellos, es preferible el cisma a la esquizofrenia. 
Y es ahí donde estamos: la Iglesia ha perdido totalmente el oremus. Ha perdido toda su identidad: ya no sabe qué es ni hacia dónde va. Va a la deriva, adonde la lleva el mundo (y por lo visto, también la carne); porque si no sigue la corriente, se siente perdida. Y si por un acaso se le ocurre ir contra la corriente que le marca el mundo, se siente culpable. 
En semejante situación, es comprensible que muchos de los que piensan en la salud de la Iglesia, entiendan que se han acumulado ya demasiados años de esquizofrenia, y que esta situación, si bien es cierto que de momento evita el cisma, no se puede hacer durar mucho más. Porque tal como se va prolongando, crece el riesgo de la total pérdida de singularidad (ecclesia, de ek-légo, éligo, “los elegidos, los selectos”: la singularísima forma de ser buenas personas y salvarse la humanidad por Jesucristo) y consiguiente pérdida de identidad. Es la desnaturalización que trae la homologación de la Iglesia con el mundo y con las demás religiones en plano de total igualdad. 
Pero el sensus fidelium, el instinto de la fe sencilla de los fieles, no transita los mismos caminos. ¡Ya ves qué bobada! Los ignorantes de la Iglesia se soliviantan porque el papa se ha empeñado en hacerles creer que la Virgen ni es Corredentora, ni es Medianera de todas las gracias y que, a la que te descuides, ni será la Virgen ni será virgen, como más de uno sostiene en esta Iglesia en busca de Godot (la Caram sin ir más lejos), sin que nadie frunza el ceño por más que todo esto ofenda el instinto de fe del pueblo cristiano.
Llevamos demasiados decenios instalados en la más absoluta indisciplina eclesiástica: en dogma, en liturgia y finalmente en moral, en decencia de vida. Decenios haciendo cada uno lo que le da la gana, sin que funcionen los órganos de vigilancia y disciplina. Ni siquiera han querido los obispos vigilar y reprimir las conductas gravemente inmorales de los sacerdotes (aquí tenemos el caso de Josete, con video y todo, al que el cardenal Cobo no considera necesario llamar al orden, y mucho menos sancionar), ¿a santo de qué van a vigilar los obispos la disciplina litúrgica o la dogmática? Y como no basta con eso, el Vaticano avalando con su laxitud la conducta de los obispos. 
Ante este panorama, va creciendo el número de los que piensan en la inevitable merma de la Iglesia, hasta refugiarse en “el pequeño resto” que tan claramente vio Benedicto XVI como único camino de salvación. Eso suena a cisma, e incluso a cismas, ¿no? Ya andan por ahí grupos conservadores que se autodenominan “el pequeño resto”. 
Es evidente que el remedio a tanto dislate si no queremos desfigurar totalmente el rostro de la Iglesia, si no estamos dispuestos a renunciar a su identidad, es la disciplina, cuyo último recurso es la excomunión: es decir, apartar de la comunión a los herejes: es decir, blandir el hacha y podar todas las ramas podridas del árbol; es decir, reconocer de una vez la realidad del cisma real que viene sufriendo la Iglesia, y reconocerlo formalmente, si no queremos que la gangrena se cargue todo el cuerpo. Pero no parece que sea ésta la intención de León XIV, que se ha criado en un ambiente de tolerancia (¡qué gran virtud, si tuviera un buen fin!) y fue brazo derecho de ese relativismo, nada menos que en la elección de obispos.
Y es precisamente ahí, en la configuración del cuerpo dirigente de la Iglesia, donde se han concentrado los más furibundos ataques de los enemigos de la Iglesia. Tenemos, a modo de ejemplo, al corrupto y corruptor cardenal McCarrick, que además de centrar su actividad corruptora en los seminarios, se dedicó a promocionar a los más altos cargos a sus corrompidos, colocándolos como obispos en las mejores diócesis y en los más altos puestos de la curia vaticana. Y lamentablemente, el papa Francisco se fijó en el cardenal Prevost para que le ayudara en esa tarea tan sui géneris de formar un cuerpo de obispos fieles a su alocado concepto de Iglesia.
Está cada vez más claro que el mantenimiento de la unidad de la Iglesia (uno de los tres pilares del pontificado de León XIV) sin recurrir a la disciplina tanto en dogma, como en liturgia, como en moral, es decir, sin curar previamente la esquizofrenia de la Iglesia, es un objetivo imposible. Y que se convierte en peligrosísimo si se recurre a la cosa ésa del sinodalismo para darle carta de naturaleza a la esquizofrenia eclesiástica, asentando la doctrina de que cada conferencia episcopal puede ir por su cuenta: convirtiendo a la Iglesia en una auténtica torre de Babel, es decir en la abominable Babilonia. Extraña manera de evitar el cisma. 
Virtelius Temerarius

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