Pablo Pich (izquierda) y Federico Marfil (centro) dos jóvenes sacerdotes que han tenido que irse de Barcelona
De un tiempo a esta parte, los fieles de la diócesis Barcelona venimos sufriendo lo que podríamos llamar acoso y derribo por parte de la jerarquía a jóvenes sacerdotes. No por escándalos ni desobediencia, sino por fidelidad a la Doctrina y por no adaptarse a un modo donde la comodidad pesa más que la Verdad.
El daño provocado por el prelado estos últimos años es profundo. Los laicos estamos desorientados y las vocaciones se enfrían, mientras la confianza en el purpurado se erosiona. Los buenos sacerdotes que se quedan lo hacen con resignación, asumiendo que predicar con parresia puede costarles el silencio o el destierro. Otros, sencillamente, han decidido marcharse: abandonar una diócesis donde servir a Cristo según la enseñanza de siempre se ha convertido en motivo de sospecha. Y los que permanecen lo hacen cada vez más solos, sosteniendo con fe lo que el desinterés pastoral deja caer.
Mientras tanto, hay quienes asumen sin más las diversas realidades de la Iglesia “bergogliana”, sin cuestionarse nada, aceptando —y a veces aprobando— una doctrina confusa, cuando no abiertamente contraria a la fe de siempre.
Podemos decir, y nos quedaremos cortos, que sufrimos además una gran desatención pastoral. Los sacerdotes que aman su vocación y enseñan la doctrina de siempre —la que la Iglesia ha proclamado durante más de dos mil años—, y que desean pastorear a sus ovejas, no pueden hacerlo sin temor a ser señalados de sectarios o, peor aún, de anticuados. ¿Cómo puede la Verdad quedarse anticuada?
“Misericordia” y “sinodalidad”, palabras habituales en estos últimos tiempos, se invocan con frecuencia, pero no se practican con los propios. Al contrario: se promueve la desconfianza y la acritud, y la caridad brilla por su ausencia. Estos sacerdotes no son un obstáculo: son la columna que sostiene la poca fe que todavía queda en pie. Lo demuestra la cantidad de jóvenes —y no tan jóvenes— que los siguen, porque predican lo que viven, con coherencia y rectitud. Nuestra fe. Son y seguirán siendo una referencia para muchos.
El daño provocado por el prelado estos últimos años es profundo. Los laicos estamos desorientados y las vocaciones se enfrían, mientras la confianza en el purpurado se erosiona. Los buenos sacerdotes que se quedan lo hacen con resignación, asumiendo que predicar con parresia puede costarles el silencio o el destierro. Otros, sencillamente, han decidido marcharse: abandonar una diócesis donde servir a Cristo según la enseñanza de siempre se ha convertido en motivo de sospecha. Y los que permanecen lo hacen cada vez más solos, sosteniendo con fe lo que el desinterés pastoral deja caer.
Mientras tanto, hay quienes asumen sin más las diversas realidades de la Iglesia “bergogliana”, sin cuestionarse nada, aceptando —y a veces aprobando— una doctrina confusa, cuando no abiertamente contraria a la fe de siempre.
Podemos decir, y nos quedaremos cortos, que sufrimos además una gran desatención pastoral. Los sacerdotes que aman su vocación y enseñan la doctrina de siempre —la que la Iglesia ha proclamado durante más de dos mil años—, y que desean pastorear a sus ovejas, no pueden hacerlo sin temor a ser señalados de sectarios o, peor aún, de anticuados. ¿Cómo puede la Verdad quedarse anticuada?
“Misericordia” y “sinodalidad”, palabras habituales en estos últimos tiempos, se invocan con frecuencia, pero no se practican con los propios. Al contrario: se promueve la desconfianza y la acritud, y la caridad brilla por su ausencia. Estos sacerdotes no son un obstáculo: son la columna que sostiene la poca fe que todavía queda en pie. Lo demuestra la cantidad de jóvenes —y no tan jóvenes— que los siguen, porque predican lo que viven, con coherencia y rectitud. Nuestra fe. Son y seguirán siendo una referencia para muchos.
La historia pondrá nombre a esta etapa. Y lo hará con la misma frialdad con la que hoy se gobierna. No tengo la menor duda.
¿Piensa hacer algo este obispado al respecto? ¿Hemos de resignarnos a esta blandenguería disfrazada de apertura? ¿A una doctrina diluida que evita toda claridad para no incomodar?
Si el precio de permanecer fieles es el silencio, lo pagaremos. Pero que nadie se engañe: el Evangelio no se negocia, la Verdad no se adapta y la tibieza nunca ha salvado almas. Cuando el polvo de estos años se asiente, quedará claro quién sirvió a la Iglesia y quién se sirvió de ella. Y entonces no habrá excusas capaces de tapar el vacío dejado por la Verdad silenciada.
Miles Christi
¿A qué diócesis se han mudado D. Pablo Pich y D. Federico Marfil?
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