Es evidente que no podemos hablar de guerras cuya única motivación sea la religión, porque en toda guerra se cruzan toda clase de motivaciones. Pero sí que tenemos en la historia un buen puñado de guerras cuyo máximo pretexto ha sido la religión. En la que se está desarrollando ahora con Gaza como epicentro, el factor religioso juega un papel decisivo. Empezando por Israel, el actor más agnóstico e inmoral de los que participan en esta guerra. No descartemos que la enorme soberbia con que están actuando, tiene su principal motor en la condición de Pueblo escogido por Dios, que les prometió hace como 3.000 años, las tierras por las que luchan. Y no se privan de recordar que así está escrito en la Biblia, ni el ateo Netanyahu, ni los restantes miembros del gobierno.
No olvidemos que casi desde la existencia del Estado de Israel, los sucesivos gobiernos han podido formarse gracias a los más radicales partidos religiosos. Que no han logrado imprimir el menor grado de religiosidad ni al gobierno ni a la sociedad civil; pero que se tienen ganado un respeto casi supersticioso que les garantiza que Israel no incurra en la absurda persecución religiosa que experimentamos en España y en la mayor parte de Europa. Persecución de la religión que ha edificado Europa y que corre por sus venas, por más que se esté negando hoy con gran ahínco por la vía de los hechos. Persecución especialmente virulenta contra el catolicismo.
Tres actores religiosos tenemos enfrentados en la guerra de Gaza: el islamismo, el judaísmo y el cristianismo en su vertiente protestante, representada por Estados Unidos, que es realmente el principal actor. Se trata de las tres religiones “del Libro”, que dicen los musulmanes, en un singular planteamiento que en cierto modo las hermana para el Islam, y aunque los considere “infieles”, atenúa esta condición hasta el grado más leve. Lo cual ha posibilitado a lo largo de la historia, distintos niveles de entendimiento y diálogo en medio de las guerras a menudo feroces.
Viniendo a Gaza, no es necesario que nos fijemos en quién empezó la guerra en cada una de sus campañas. Mejor nos fijamos en quién ha decidido terminarla hoy, que es precisamente quien la ha estado sosteniendo desde el primer momento. En cuanto los Estados Unidos amenazan con retirarse de la guerra, ésta se extingue sola, como la vela que se ha quedado sin cera o el candil al que se le ha agotado el aceite. Es evidente que en este caso, se trata de una alianza entre cristianos (EE.UU.) y judíos (Israel) contra los palestinos (musulmanes). Evidente también, que Estados Unidos e Israel en práctica han sido un solo bloque, actuando de parte económica Estados Unidos, y de brazo ejecutor, Israel (con toda la ayuda operativa militar de Estado Unidos cuando la ha necesitado).
Y cuando nos centramos en el motor religioso, ahí tenemos el gran factor diferencial entre las tres religiones en liza. No cabe duda de que Gaza, Palestina y los países árabes en general, son pueblos religiosos que tienden a constituirse como teocracias (algunos ya lo son) por cuanto no establecen división entre deberes ciudadanos (políticos) y deberes religiosos. Para los musulmanes toda conducta ha de estar inspirada en la ley del Corán.
El primer resultado es que desaparecen la hipocresía (y la esquizofrenia en el mejor de los casos), que se producen en los países que se rigen por dos fuentes de derecho y de moralidad: la ley pública civil a nivel político, y la ley religiosa totalmente individual y privada. Leyes y normas que con enorme frecuencia están en flagrante contradicción, de manera que en occidente, en los países cristianos y en el único país judío, es la política la que acaba predominando, a costa de la religión y por tanto de la moral. Los políticos musulmanes en cambio, no han de dividir su fidelidad entre el Corán y la Constitución, puesto que ésta no puede pasar por encima del Corán. Eso les permite ser políticos de una sola pieza y una sola cara.
La sociedad civil, por tanto, funciona con ideas mucho más claras, y sin contradicciones que desembocan en parálisis social, en diversos grados de inmoralidad y finalmente en desmoralización a la hora de enfrentar cualquier lucha. Por eso, de entrada, los países musulmanes cuentan con poblaciones mucho más aguerridas y mucho mejor dispuestas a ir a la guerra por defender su forma de vida, es decir su fe y su religión. Nada que se parezca a las tremendas dificultades que tienen tanto Israel (¡donde los extremistas religiosos se niegan a empuñar las armas!) como los Estados Unidos, podridos de fentanilo. Y ya no digamos cuando nos centramos en Europa: en Ucrania, por ejemplo, de religión cristiana ortodoxa, tienen enormes dificultades para reclutar soldados. La fuga de hombres en edad militar, es escandalosa. Y tampoco los países europeos, tan dispuestos a ayudar a Ucrania, tienen claro cómo conseguir soldados. Porque en cuestión de credo, de moral y de moralidad, la ciudadanía europea no tiene nada que defender; y por eso a nadie le apetece ir a la guerra. Otra cosa son los políticos y dirigentes, que juegan en otra liga.
Y es que, al final, no será la religión, ni siquiera la cultura la que moverá a las masas europeas a movilizarse para defender su propia supervivencia. Tal como dijo Muamar Gadafi: ‘Tenemos 50 millones de musulmanes en Europa. Hay señales de que Alá garantizará la victoria islámica en Europa sin espadas, sin cañones, sin pistolas ni conquista. Europa se convertirá en un continente musulmán dentro de pocas décadas”.
Y así, mientras los europeos se entretienen en negar su alma, en renegar de sus raíces, en avergonzarse de su historia y en perseguir a los últimos testigos de la fe cristiana que los hizo libres, los pueblos que aún creen, que aún rezan, que aún educan a sus hijos en la ley divina, avanzan con paso firme hacia la conquista espiritual del continente. No será una invasión con tanques ni misiles, sino con cunas, mezquitas y convicciones. Porque quien no cree en nada, no defiende nada. Y quien no defiende nada, está condenado a ser vencido.
Europa ha dejado de ser cristiana no porque le hayan arrebatado la cruz, sino porque la ha arrojado ella misma al suelo voluntariamente. Y ahora, como en los tiempos de las invasiones tras la caída del Imperio romano, Occidente se prepara para recibir a los nuevos señores, no por fuerza, sino por abandono. El islam no conquista: ocupa el vacío que deja una civilización que ha renunciado a sí misma. Y mientras los pastores callan, los políticos legislan contra la fe, contra la misma naturaleza humana, y los jóvenes se pierden en la molicie, los nuevos europeos rezan cinco veces al día, educan a sus hijos en la ley de Alá y se preparan para heredar lo que nosotros hemos despreciado.
No estamos ante un choque de civilizaciones, sino ante una rendición sin condiciones. Y cuando despertemos, si es que despertamos, será para descubrir que ya no somos dueños de nuestra tierra, ni de nuestras costumbres, ni de nuestras almas. Porque mientras nosotros nos avergonzábamos de Cristo, otros se enorgullecían de Alá y de su profeta. Mientras nosotros derribábamos y vendíamos iglesias, ellos levantaban mezquitas. Mientras nosotros abortábamos a nuestros hijos, ellos los recibían con alegría y los educaban en la fe. Y cuando queramos recuperar lo perdido, ya no quedará nada que recuperar. Entonces será tarde para lamentos, para discursos, para reformas. Porque la historia no espera a los pusilánimes. Y Europa, que fue faro de la civilización cristiana, será arrastrada por la marea de su propia apostasía. No será culpa del islam, ni de Gadafi, ni de los inmigrantes. Será culpa nuestra, por haber traicionado a Dios, por haber renegado de nuestra fe, por haber preferido el placer a la cruz, el olvido a la memoria, la muerte espiritual a la vida eterna. Estamos en una guerra de religión, sí, pero sobre todo en una guerra de fe. Y quien no cree, no lucha. Y quien no lucha, pierde. Así de claro. Así de trágico. Así de justo.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.www.sacerdotesporlavida.info