He de confesar que estoy muy pendiente de las palabras y de las actuaciones de León XIV, porque tengo grandes esperanzas de que sea capaz de enderezar la Iglesia, que con su antecesor aceleró la caída en que se había precipitado desde hace aproximadamente un siglo (desde que penetraron definitivamente en la Iglesia las ideas de la Ilustración y la consiguiente revolución francesa).
He de confesar asimismo que, tal como me leí con afición y fruición las encíclicas de Benedicto XVI, evité leer las de Francisco por no poner en riesgo mi ecuanimidad. Y por las mismas razones que leí a Benedicto XVI, he tenido un gran interés en leer el primer documento magisterial de León XIV en forma de “exhortación apostólica”. Era consciente de que al ser presentada como la última encíclica que preparó el anterior pontífice, podía llevarme alguna sorpresa. Se dijo que no llegó a publicarla por quedar pendiente de los últimos retoques y sobre todo, de un placet totalmente asumido: cosa que, sin duda, hizo imposible la precariedad de su salud. Y he de decir que sí, que la he leído y me he llevado una gran sorpresa: muy desagradable. Lleva la marca del papa Francisco desde el título a la firma.
Pero aún con eso, no he perdido la ilusión y la esperanza. Soy consciente de lo difícil de la situación de la Iglesia con que ha de bregar León XIV. Consciente también de que se ve obligado a no desilusionar demasiado bruscamente a los que creen que Francisco, a base de nombramientos estratégicos, lo dejó todo atado y bien atado. Y, obviamente, a León XIV le toca bregar con las ataduras vaticanas que le ha dejado Francisco. Y, por lo que se va viendo, parece que el margen de maniobra que le deja la imponente estructura vaticana, es realmente escaso. Por eso, León XIV se parece tanto a su antecesor.
Pues sí, la lectura de Dilexi te, se me ha atragantado tanto como se me atragantó Fiducia supplicans, aunque por motivos distintos. Ya desde el título, al constatar en Apocalipsis 6,10 que esas palabras no tienen nada que ver con el tema de la Exhortación apostólica, se me cayó el alma a los pies. La primera, en la frente. ”Ego dilexi te quoniam servasti verbum patientiae meae”: Yo te amé porque conservaste la palabra de mi paciencia (perdón por la traducción rigurosamente literal). Y cuatro líneas más arriba, “servasti verbum meum et non negasti nomen meum: guardaste mi palabra y no negaste mi nombre”. Nada, abolutamente nada que ver con la pobreza y los pobres. Con otro grave inconveniente, y es que donde en latín dice “dilexi te” (que es algo así como “te elegí, tuve predilección por ti”, el original griego dice “egápesa se”, te amé, con el sublime amor de caridad (agape, lo ha traducido siempre la Iglesia como “caridad”). Benedicto XVI lo dejó bien claro en su encíclica Deus cáritas est. El “dilexi te” del apocalipsis no se origina en la pobreza de la iglesia de Filadelfia, no es ése el tema, sino que tiene como causa el mayor o menor judaísmo de las primeras iglesias, todavía sin resolver en favor de los gentiles.
Que León XIV, al asumir como “herencia” de Francisco este proyecto de encíclica y “hacerlo suyo”, empiece con esta pirueta interpretativa del título con que se la dejó su predecesor (siendo el tema el que es, tampoco cabía otra interpretación), me dejó mal sabor de boca. Naturalmente, fui a Apocalipsis 3,7-13, a los textos originales, y no vi manera de hacer decir a esos textos, lo que les hace decir León XIV en su presentación de la encíclica inacabada de Francisco. Mal sabor de boca, porque me recuerda los retorcimientos de las traducciones de los Testigos de Jehova, que hasta en el Nuevo Testamento hacen aparecer profusamente el nombre de Jehová. Y encima sostienen que se trata de una traducción legítima de los nombres originales Zeós (Deus) y Kyrios (Dóminus) con que se denomina a Dios en el Nuevo Testamento.
A partir de ahí, me vi empujado ya a la crítica meramente textual, sin detenerme en la doctrina. Porque, en efecto, nada más empezar el texto de Francisco, en el capítulo primero, aparece la cita de Mateo 26.8.9-11. El episodio de la mujer que vierte un frasco de perfume en la cabeza de Jesús; y que, al ver la desaprobación de los discípulos, les da la clave de la prioridad del homenaje a Dios, diciendo: “a los pobres los tendréis siempre con vosotros”. Francisco retuerce el sentido del texto, y acaba diciendo que la intención de Jesús en esas palabras, es dejar claro que los pobres son lo más importante; en realidad, más importantes que el mismo Jesús y su Redención.
Y a partir de ahí siguen las interpretaciones de una creatividad sólo comparable a la que han exhibido los autores de la Biblia del padre James Martin. De esos polvos, estos lodos. Si le está bien al papa retorcer los textos de esa manera, puede venir cualquiera detrás de él a hacerle decir a la Biblia cualquier cosa que le apetezca.
Y siguiendo en esa línea de lectura tan creativa de la Biblia, la exhortación Dilexi te pasa de inmediato al pasaje en que Mateo y Marcos narran lo del escriba (grammatéus) o leguleyo (nomikós) que le pregunta a Jesús cuál es el mandamiento más importante de todos, y Jesús le responde: “Escucha, Israel, el Señor Dios vuestro, es un solo Señor: y amarás (agapéseis) al Señor tu Dios desde todo tu corazón y desde toda tu alma y desde todo tu entendimiento y desde toda tu fuerza. El segundo es éste: amarás a tu prójimo (plesíon, próximo, el que tienes más cerca) como a ti mismo. No hay otro mandamiento superior a éste. En estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas. Sí, claro, la Vulgata tradujo el agapéseis por díliges (que es el término que eligió Francisco para su encíclica).
Y, mal que nos pese, el segundo mandamiento (el de amar al que tienes más cerca, que forma comunidad contigo) se sostiene sobre el primero. Si cae el primero, pierde toda sustentación y sentido el segundo. Sin Dios, el hombre no funciona. Bien que lo vemos. Si abandonas a Dios, igual que en el pasaje anterior, si abandonas al Dios-Hombre, todo se desmorona. Y es ahí donde radica la enorme diferencia entre las dos encíclicas de Benedicto XVI, y el intento de encíclica de Francisco. Las dos encíclicas del primero, están presididas por el primer mandamiento, el del amor de Dios; en la de Francisco, suscrita por León XIV, quedan arrinconados Dios y la reflexión teológica, para ceder todo el protagonismo al hombre. En todo caso, en su segunda encíclica, Benedicto XVI puntualizó que sólo tiene sentido la Caridad si no se aparta de la Verdad. Cáritas in Veritate. Porque mal andamos si la sostenemos en la mentira, como estila hacer el mundo.
Y luego vendrá el texto de la zarza ardiente, en el que Francisco le hace decir a Yahvé que lo que en realidad le preocupa no es la esclavitud de su pueblo, sino su pobreza. Y en el episodio del samaritano, del paralítico, del ciego… el problema es siempre la pobreza, y eso es a lo que Jesús pone remedio en cada caso. Pues oiga, Santidad, el hecho de que todos esos fuesen pobres, no indica que Jesús se dedicase ni prioritaria ni exclusivamente a remediar su pobreza. Más aún, la narración del Éxodo de la que cita la zarza ardiente, se centra en la epopeya de la liberación del pueblo de Israel: pero no de la pobreza, sino de algo muchísimo más grave, la esclavitud, que por cierto es la gran amenaza que hoy nos acosa. No, no es la pobreza la que movió a Dios a preocuparse del hombre, y empeñarse en su redención, sino la esclavitud. Sin olvidar la del pecado, que desemboca finalmente en la peor pérdida de la libertad. Al paralítico le dijo: tus pecados te son perdonados. Eso fue lo importante para Jesús, no su pobreza.
Baste esto por hoy; queda por abordar la estricta cuestión doctrinal, de la que, si oportet, me ocuparé en otro artículo.
Virtelius Temerarius