DEMÓSTENES Y LA OTRA LEX ORANDI

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Me refiero, una vez más, a la oratoria sagrada, que se ha mantenido vivísima a lo largo de la historia de la Iglesia (sus máximas figuras, san Agustín y san Juan Crisóstomo): hasta los que venimos de mediados del siglo XX, hemos podido disfrutar de excelentes predicadores, muy buscados para las grandes fiestas y las oraciones fúnebres de grandes personajes. Sin pasar por alto las misiones parroquiales y las predicaciones cuaresmales. Realmente había muy buenos predicadores, muy bien preparados. Pero, esto pertenece ya al pasado de la Iglesia, lamentablemente a un pasado que percibimos muy remoto, al menos en España. 
Es nada menos que nuestro Quintiliano, gran maestro de la oratoria, quien denomina a Demóstenes “lex orandi”, significando con ello que en la oratoria de Demóstenes están contenidas y ejemplificadas todas las leyes de la oratoria. No en vano es considerado el mejor orador de todos los tiempos. Observemos de entrada que “orar” no significa sólo rezar (de ahí el lema lex orandi, lex credendi); y hagamos notar de paso, que tan oración es la oración gramatical, como la pieza oratoria (Oratio ad graecos) como la oración dirigida a Dios.
Y cuando llegamos al oficio de “orador”, el que pronuncia la oratio sacra, rebajada de categoría en el sermo (en griego, homilía), que viene a ser una conversación, despojada ya de la grandeza y el empaque de la oratio; cuando llegamos a ese altísimo nivel, es imprescindible contar con el arte oratoria. Un arte que tiene sus leyes, como todo oficio y todo arte. 
Hoy entendemos quizá con mayor claridad que nunca, lo importante que es el “sermo”, que hoy llamamos “el relato”, en el que se fijan con toda claridad el bien y el mal, los buenos y los malos. ¿Y sabemos acaso cuál es hoy el relato de la Iglesia respecto a los grandes acontecimientos que conmocionan el mundo y las conciencias, empezando por las nuevas ideologías implantadas desde el poder?
Pues no, no lo sabemos. Porque desde hace ya decenios, la Iglesia (y en especial, la jerarquía), ha adoptado el silencio como su discurso preferente: ha decidido predicar con el silencio. ¡Singular predicación! Hoy se producen, precisamente respecto al relato, fenómenos como el que denunciaba en Youtube “Il vaso di Pandora”: una encuesta realizada en Italia revela que el 60% de los italianos consideran que en la confrontación de Europa-Ucrania con Rusia, los mayores obstáculos para la paz los pone Europa; y en cambio son sólo el 1% de los políticos y de los medios, los que sostienen esta opinión. Efectivamente, la presión y la distorsión en favor del “relato oficial”, es brutal.
 
A la vista de lo cual, me acordé de Demóstenes y sus filípicas. Acertado o equivocado en su opción al señalar al gran enemigo de Grecia (el macedonio o el persa), lo que hizo con todo su empeño, fue preparar sus grandes discursos concienzudamente y con años por delante. Por eso, nuestro Quintiliano, gran maestro de oratoria, honró a Demóstenes con el insuperable título de Lex orandi: el más acrisolado canon de la oratoria.
Pero despojaríamos de toda su fuerza a la oratoria de Demóstenes, si prescindiéramos de su gran enemigo Filipo II de Macedonia, empeñado en unificar a toda Grecia en un solo reino, pasando así por encima de las eternas rivalidades de Atenas y Esparta. Atacando al mundo griego desde fuera, estaban los persas. Pues ahí estuvieron las filípicas una tras otra, intentando convencer a los griegos de que el enemigo no eran los persas, sino los otros griegos, los macedonios, con Filipo II a la cabeza.
Al margen del acierto o desacierto político de Demóstenes, nos quedó su suprema oratoria como auténtica lex orandi, que diría su panegirista Quintiliano. La política de hoy pasa por iguales trances: ¿quién es el enemigo de Europa? ¿Rusia? ¿Los Estados Unidos? El bando proamericano en que estamos inmersos, está empeñado en lanzar sus filípicas contra Rusia: y a ese fin dedica todos los medios.
Ya, ¿pero y la Iglesia? ¿No tiene enemigos? ¿No habrá hecho un pacto con los clásicos enemigos del alma, el mundo, el demonio y la carne? Claro, no teniendo contra quién lanzar sus filípicas, la oratio, el sermón, la homilía pierden toda su fuerza. Sin enemigos contra los que luchar, llevándose tan bien con el mundo, con el demonio y con la carne, a los que no ataca por no romper la paz de las conciencias y el bienestar de la Iglesia, no hay sermón ni homilía que se tengan en pie.
Resulta que los contendientes de este mundo, para que se tenga en pie su relato, echan mano de un enemigo; porque sin él, la lucha por “el bien” que han proclamado, decae sin remedio. Y he aquí que la Iglesia, el único actor del drama que estamos padeciendo, ha decidido que no quiere tener enemigos; que se quiere llevar de lujo con los enemigos que la persiguieron antaño (¿Qué tal en España la alianza de la Iglesia con sus feroces perseguidores de la guerra civil? Hoy son uña y carne). Primer artículo de toda alianza de este género, el silencio: no condenar. Nunca. “¿Quién soy yo?”  
Es que, la primera lex orandi, es que ni podemos ni debemos borrar las diferencias entre el bien y el mal; que no son lo mismo los lobos que los corderos. Y la segunda ley de la oratoria sagrada, es que el bien tiene que ser promovido; y el mal, inequívocamente identificado y perseguido. Y ya de puestos, guardarse muy mucho de dejar de perseguir el mal, por no molestar a quienes se han abrazado a él. Por pura caridad y misericordia. 
Pero hoy tenemos una Iglesia muy nueva, muy comprensiva, que extiende generosa su misericordia del pecador al pecado: porque teme incurrir en falta de caridad, creándole mala conciencia al pecador. Una situación así, no hay lex orandi que la resista. La mejor opción, la más socorrida ante tal estado de cosas, es el silencio. O la vacuidad. Es que la predicación de la verdad es hoy la actividad más peligrosa para un sacerdote, un obispo, un cardenal y, por lo que vamos viendo, incluso para el papa. Éste se ve obligado a blindarse con una prudencia que se prolonga más allá de la resistencia de muchos.
¿Y qué más tenemos? Pues la estupidización del Pueblo de Dios. Tanto rehuir el choque frontal entre el bien y el mal, tanto razonar estupideces, tanto salvar lo insalvable, hace que se colapsen los circuitos de razonamiento de los pacientes y resignados receptores de tanta pobreza y contradicción doctrinal. Por ese camino se pierde totalmente la capacidad de razonar. ¿Cómo se puede sostener la fe en esas condiciones de indigencia intelectual?
No hay más que ver a los políticos, nuestros “obispos laicos”, defender sus verdades a base de trucos y más trucos, posibles gracias a la férrea censura y al control de la información, para entender nuestro penoso empobrecimiento intelectual. Es que tanto nuestros obispos laicos, como los que nos impone la Iglesia, nos toman por tontos. Y efectivamente, si nos dejamos, nos vuelven tontos. Cuando les aplico la misma vara de medir a unos y a otros, ¡los veo tan, tan, tan iguales! Unos y otros, a la sopa boba, a vivir del cuento, a gozar de su parcela de poder, sin más obligación que la fidelidad al que lo promovió y lo mantiene en el cargo. ¡Menudos obispillos, los unos y los otros! Parece que sí, que nuestros políticos han aprendido de nuestros obispos. Y el sistema, lo mismo: inflación de cargos, que es lo que mantiene el poder: el civil y el eclesiástico. Es que el poder funciona así. Salvando, claro está, las honrosísimas excepciones.
Y bueno, para conocer bien a unos y a otros, no tenemos más que ver cuál es su oratoria (con grandes cimientos en el engaño y en la contradicción). Con la evidente intención de atontarnos, claro que sí. Apacentados con esos pastos, nos convertimos en fácil víctima de cualquier engaño. Parece que se han puesto todos de acuerdo en que ya no es necesario que la inteligencia esté en nuestros cerebros. Nos la suministran vía telemática y la sacamos de nuestros bolsillos cuando nos suena la alarma. Decididamente, la fe no es el recurso de los bobos.
Virtelius Temerarius

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1 comentario

  1. De "buenas intenciones" el infierno va lleno. 1) discursos blandos para no ofender, 2) hablar las homilías desde el ambón lectorio muy adelantado para acercar el sacerdote al público y luego gran parte no se entiende porque el sonido resuena, 3) no usar el invento medieval arquitectónico del ábside que era para la acústica en donde el sacerdote y lectores quedan demasiado alejados del público pero sí que el sonido sale perfecto en el ábside. 4) nunca hablar de la Creación en 6 días y del Diluvio para no enfadar a los evolucionistas, y etc blablablaba....

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