Entre el cartel de las fiestas de la Merced, por el que el arzobispado se ha manifestado con la delicadeza que caracteriza en esto al cardenal Omella; y el conflicto “religioso” de Jumilla por el que ha tomado partido la Conferencia Episcopal Española (Omella nunca hubiese optado por tan claro posicionamiento de la CEE), contra la derecha que ha levantado la liebre, tenemos una clarísima estampa de lo que es hoy la Iglesia en España. La Iglesia que sale a defender con ardor la cesión de espacios públicos a los musulmanes para celebrar sus ritos, es la misma que ha pactado con el gobierno (y está presionando al Vaticano) la renuncia al Valle de los Caídos. Hasta el punto que no resulta tan estrambótico preguntarnos: ¿Tiene fecha la unificación de la Conferencia Episcopal Española y la Comisión Islámica de España?
Precisamente los políticos que han alzado la voz y los votos contra esta decisión del Ayuntamiento de Jumilla, poniendo fin a la utilización de instalaciones deportivas de titularidad pública, para celebraciones religiosas; precisamente esos políticos lucharon denodadamente por “resignificar” la catedral de Córdoba, devolviéndole su exclusiva categoría de mezquita y entregándosela a los musulmanes. Y a raíz del incendio, vuelven a las andadas. Menos mal que en esto, el cardenal Omella no se durmió, e inmatriculó definitivamente la llamada Mezquita de Córdoba, como iglesia-catedral propiedad de la Iglesia católica. A cada señor, su honor. Y los amigos de la España en la que no sale el sol, se han puesto a enredar para anular la inmatriculación. El principal autor del lío, se pregunta si no irán en el paquete la resignificación del Valle de los Caídos y la comisión creada para diluir en ella las responsabilidades de la Iglesia por los abusos.
Siempre, ciertamente, pero más en ocasiones como ésta, es obligado preguntar: ¿Quién nos gobierna? Sí, quién nos gobierna en el país y en la Iglesia. Porque el que nuestros gobernantes, yendo más allá de imprimir su estilo ideológico a la gestión de oficio, se empeñen en marcar todas sus actuaciones gubernativas con el sello de su ideología, excede toda conveniencia y no hace más que adulterar y vituperar la democracia en virtud de la cual gobiernan si son autoridades civiles; y falsear el mandato de la Iglesia si son autoridades eclesiásticas. Cometen el grave error de gobernar no en favor de los ciudadanos cuyos asuntos públicos se les han encomendado, sino en favor de su ideología, su secta o lo que sea; que, al fin y al cabo, es una cuestión tan privada como gobernar en favor de sus negocios y chanchullos. Olvidando que, después de todo, un país es, en primer lugar, su población. Y gobernando a menudo, tanto en lo civil como en lo eclesiástico, frontalmente contra la que sin lugar a dudas “es” su población.
Del mismo modo que el gobernante, en cuanto toma posesión del poder sobre toda la sociedad, ha de olvidarse (y si puede ser, apartarse) de sus negocios particulares, para evitar mezclarlos con los públicos, de igual manera ha de aparcar su ideología durante su mandato; porque el mandato no le viene de sus votantes (y por ende para sus votantes), sino de toda la ciudadanía y para toda la ciudadanía, que ha optado por las reglas de juego de las urnas. Unas reglas de juego que no se han puesto para que el “ganador” de las elecciones gobierne durante su mandato en favor de los que le votaron, sino para que gobierne en favor de toda la ciudadanía. Que la democracia no se instituyó para despojar de sus derechos a los que no te votaron, ni para premiar con toda clase de privilegios a los que te votaron. Y ahí está también la Iglesia, tanto si se proclama jerárquica, como si se proclama sinodal. Que los mandatos de gobierno no incluyen la facultad de limitar los derechos fundamentales tanto en lo civil como en lo eclesiástico. Ni puede cada gobierno, sea civil o eclesiástico, imponer su ideología particular a toda la sociedad o a toda la Iglesia. Demasiado lo hemos sufrido en el último pontificado.
Y es ahí donde estamos: en los derechos. Y efectivamente es un escandaloso abuso de poder, pisotear los derechos ya sea individuales, ya colectivos de los ciudadanos, con el pretexto de que será la justicia (invocada y pagada por los abusados), la que reponga a esos ciudadanos en el ejercicio de sus derechos. A destiempo, claro. Porque resulta que los derechos no se generan en el municipio o en la comunidad autónoma o en la diócesis o en la parroquia, sino en la Nación, es decir en su Ley-De-Leyes, y en la Iglesia, en sus leyes fundamentales. ¿Quién reparará los abusos e injusticias del último pontífice?
Pero, ojo al parche, que en la Iglesia, tanto a nivel “ecuménico” como a niveles locales (conferencias episcopales, diócesis y parroquias) ocurre exactamente lo mismo. Desde todas las instancias de poder, el que gobierna se salta sin el menor escrúpulo las leyes fundacionales de la Iglesia e impone a los fieles, en su jurisdicción, su propia ideología (incluida la de género “¿Quién soy yo para juzgar?”), provocando profundas escisiones en la Iglesia: lo de Alemania es sólo lo más evidente, pero ni siquiera lo más grave.
Y así, frente a la levísima y sutil observación sobre la irreverencia del cartel de la Fiesta Mayor de la Merced, por parte del arzobispado de Barcelona (lamenta que se utilicen formas religiosas con la intención de ridiculizarlas, pero acepta que el Ayuntamiento luzca su laicidad; y observa que en democracia se han de respetar los sentimientos del prójimo); frente a esta sutilísima queja (ha tenido que ser Abogados Cristianos quien cogiera al toro por los cuernos), tenemos la nota de la Conferencia Episcopal Española contra el acuerdo del Ayuntamiento de Jumilla, de negar la cesión de instalaciones públicas para la celebración de actos religiosos islámicos.
Lo curioso es que los políticos han tenido más cuidado en no mostrar abiertamente sus cartas (ni siquiera nombran a los musulmanes), que los obispos. Éstos se han tirado a la piscina con gran fervor intercultural e inter-religioso. Tremendamente sospechoso, claro que sí. Olvidando que no son los guardianes religiosos de toda la población española (incluida la islámica), sino únicamente de la población católica. En efecto, sorprende tanto entusiasmo de los obispos católicos defendiendo la libertad religiosa de los musulmanes, frente a tanta flojera en la multitud de casos en que ha sido necesario defender a la religión católica frente a los desmanes de los poderes públicos, tan aficionados a derribar cruces.
Aparte de los posibles chantajes, lo que les escuece a los obispos es “la identidad cultural española”, que entienden como discriminatoria, por no incluir el Islam en la españolidad. Les trae sin cuidado que sea excluida aviesamente la religión católica de la “identidad cultural española”, y sin embargo les ofende que sea discriminado el Islam de esa identidad.
¿Pero opina algo la CEE de la “identidad cultural catalana”, que empieza por excluir (no de los polideportivos, sino de la iglesia), la lengua que no corresponde a esa identidad? ¿Las identidades separatistas sí, y las españolas no? ¿Y cómo resuelven el choque de identidades incluso religiosas? Pues alineándose con la religión que no es la suya, ni la de tantos y tantos obispos, de la que pasan olímpicamente, sino con la religión que no es la suya: ¡qué gran corazón! Cataluña no puede ser una identidad mixta, pero España sí. Y la religión católica, también: una identidad polifacética. Una unión totalmente abierta. Y, claro, no podía faltar la autorizadísima opinión del Presidenciado de la Conferencia Episcopal Catalana; ni el inestimable apoyo de la triste viuda sor Lucía Caram.
Virtelius Temerarius