La Iglesia lleva ya casi un siglo cometiendo un pecado gravísimo contra su catolicidad. Con el loable y muy bien vestido pretexto de la pastoral, es decir de la condescendencia con los fieles y sus veleidades lingüísticas, ha ido laminando primero el uso, y luego la misma existencia de su lengua propia, común, universal e histórica: el latín. El siglo que llevamos en este lamentable experimento, nos da una perspectiva suficiente para ver en qué acaba ese buenismo que sí, que atiende con amor, al amor de cada uno a su terruño: pero a costa de la mayor cohesión interna dentro de la Iglesia. Con el añadido de que ese amor de unos a su terruño, atenta contra el amor de otros (de “los otros”) al suyo, con lo que se crean en la Iglesia “categorías lingüísticas” y “derechos lingüísticos” que no son iguales para todos. Bien lo estamos viendo en la Iglesia de/en Cataluña. Desaparecido el concepto de “lengua materna”, ya sólo queda que sea “la Nación” la que nos haga de madre, Mater et Magistra.
Pero no nos engañemos, cuando una sociedad decae, la decadencia está liderada por sus maestros, por la decadencia de éstos. Y el pretexto de los maestros es siempre, siempre, la comprensión para con los alumnos: no apretarlos, no traumatizarlos, aligerar la carga que se les impone, acercarse más los maestros a los alumnos, ponerse a su nivel, o sea, bajar su nivel (el de los maestros).
Y en la Iglesia ocurre lo mismo: cuando el rebaño se descarría… tanto, que se sale del redil, hay que volver la vista a los pastores y ver qué están haciendo, ver que se aflojan cada vez más en el ejercicio de su oficio y ministerio; ver incluso que la misma carrera de pastor de almas se ha ido aflojando hasta convertirla en carrerilla de animador social sin titulación, o gestor de autoayudas o cosas por el estilo. Y obviamente, para eso no es necesario saber latín.
A ver, díganme los ingenieros sociopolíticos de la normalización lingüística de Cataluña qué les parecería que por razones “pastorales”, es decir de comprensión para con todos y cada uno de los grupos lingüísticos que “viven y trabajan en Cataluña” (definición de “catalán” al uso), los responsables de la educación decidiesen que en la escuela en vez de agrupar a los escolares por niveles, se les agrupase por lenguas (eso existió ya en las universidades medievales: ahí empezaron las “naciones” lingüísticas). Evidentemente, eso permitiría una mejor comprensión por parte de los alumnos, de las enseñanzas que se les imparten. Evidentemente ganaría el aprendizaje. Evidente, evidente, pero perdería la nación. Y evidentemente, cuando se trata de construir la nación, es el individuo el que ha de ser sacrificado en el altar de la nación. Es ése el ambiente lingüístico impuesto en Cataluña y en las demás Comunidades con “lengua propia” (de la Comunidad, no de los individuos).
Evidentemente, una nación, desde que le falta la “lengua propia” (de la nación, claro está), deja de ser nación y no le queda más remedio que abandonar el resto de elementos culturales (es decir el resto de “cultivos”) que dan vida a la nación. Si los nacionalismos se obsesionan con sus respectivas lenguas no es porque sean unos desequilibrados a los que les ha dado por una determinada paranoia. Nada de eso. Quien los empuja por ahí, sabe muy bien lo que se hace. La cosa está estudiadísima, no hay inventos nuevos. La lengua es el más potente aglutinador de una sociedad; y evidentemente, la descomposición de una sociedad, siempre empieza por la renuncia a la lengua que la mantiene cohesionada; del mismo modo que todo el que aspira a construir una nación, se agencia una lengua en torno a la que cohesionarla; y siempre acaba construyendo esa lengua “oficial” lo más amplia y extensa que pueda, a partir de los diversos dialectos preexistentes. Eso ha ocurrido de forma evidentísima con el euskera. La cuestión es defender a capa y espada la lengua común diferenciadora e identificadora de la nación.
¿Qué le ocurre al monasterio de Montserrat en la celebración de su milenario? Pues que celebra su irrelevancia como monasterio, como institución de la Iglesia católica: porque renunció a la lengua litúrgica que mantenía al monasterio en comunión con los del resto de la cristiandad. Mientras la lengua del culto en Montserrat fue el latín, ahí encontraron los católicos de todo el mundo, la misma liturgia de toda la Iglesia. Pero desde que se instalaron en la liturgia catalana, a malas penas llegan a ser un aglutinador de la liturgia en Cataluña: porque aparte de la babel lingüística a la que se ha abrazado la Iglesia con tanto entusiasmo, se ha impuesto también la babel litúrgica. Las diferencias rituales de un templo a otro de Cataluña, llegan a ser muy considerables.
He aquí pues, cómo Montserrat, precisamente Montserrat ha conquistado un nivel de irrelevancia que llevaba siglos sin experimentar. Mientras la liturgia de Montserrat pudo homologarse a la del resto de la Iglesia católica, es decir universal, gracias a la lengua común de la Iglesia, fue un faro luminoso que resplandeció como Solesmes, Silos y los demás monasterios que han señalado durante siglos el sublime camino de la liturgia del más alto nivel. Pero una vez desaparecida la lengua litúrgica que hermanaba a éste con los demás monasterios de la Iglesia, apenas si alcanza a ser el referente de sí mismo. No hay unidad litúrgica (a falta de la unidad de lengua), que nos permita ver y vivir esta liturgia como un miembro más del gran Opus Dei litúrgico de toda la Iglesia, de la gran Cívitas Dei que dirá san Agustín: la ciudadanía de Dios, es decir La Cristiandad, cuyo corazón son los monasterios.
Pero es que la lengua, como bien saben los ingenieros sociales, no es una entelequia, no es un en eautó télos éjon que se justifica por sí mismo, sino que es la palanca que mueve la totalidad de la nación. Cataluña, Valencia, las Baleares, las Vascongadas y Galicia, saben perfectamente que, si no consiguen imponer su lengua en toda la población, pero no sólo por la imposición, sino también por el estímulo y la impregnación, ya pueden ir renunciando a su proyecto de Nación. Diferenciada, claro está, de cualquier otra nación, que ésa es la clave. Y eso que tan bien entienden y aplican aquí los curas respecto al catalán, nunca lo han entendido respecto al latín.
Pero resulta que eso que es tan obvio en la construcción política, no parece ni tan obvio ni tan importante en la construcción y en la perpetuación de la Iglesia. Ahí tenemos, en efecto, cómo la Iglesia lleva más de un siglo dilapidando su gran patrimonio lingüístico y cosechando como fruto de ese dislate, una creciente disolución de la Iglesia en las lenguas del mundo y en sus igual de variados y desvariados valores.
Y efectivamente, como muy bien saben los ingenieros sociales, la lengua marca su sello diferencial en los hablantes. Por eso, los promotores de la “normalización lingüística, no sólo no desdeñan, sino que incluso acrecientan y venden como un alto valor la dificultad de esa lengua: porque la lengua imprime carácter y acrecienta el valor de sus hablantes.
¿Es que acaso no ocurrió eso con la lengua latina? ¡Por supuesto! De manera que ya en el bachillerato el latín se convirtió en la barrera infranqueable hacia el sacerdocio para unos, y en el salvoconducto para otros. Porque, claro, aparte de que toda la liturgia, empezando por la misa, era en latín, en la carrera eclesiástica, la filosofía y la teología (unos 5 años) eran asignaturas que se cursaban en latín.
Y claro, como la Iglesia se lanzó con ardor a lo pastoral e incluso a lo pastoril, percibió que para esas lides el latín era más de estorbo que de ayuda. Y con una razón tan santa, la Iglesia se lanzó con pasión a la demolición del latín… e inevitablemente del nivel intelectual de los curas y de la liturgia. Y sí, claro, aún les queda mucha faena que hacer en este ámbito: porque son los fieles, la gente, lo que realmente le preocupa a la Iglesia. Y no precisamente bajo la perspectiva de la cura animarum, sino bajo la novísima perspectiva de animador social, asistente social oenegista, agente cultural y cosas así, todo ello bajo los estandartes pseudodemocráticos y pseudosinodales (tan pseudos y tan de moda), incorporando incluso a todo ello una celebración muy sui géneris de la neo- Eucaristía: pero evitando con suma prudencia, valerse de esas actividades para hacer proselitismo. Y para todo eso, evidentísimamente, el latín es un lamentable estorbo.
Virtelius Temerarius