Es tremendo el afán de tantas capas y caspas de la Iglesia empeñadas en desacralizar la Eucaristía; y de ésta, nada menos que el Sacrificio de la Misa. Y en verdad que estamos ante el mayor tesoro de la Iglesia católica. El Panis Angélicus. Es un sacramentum que da respuesta al mayor misterio de la humanidad, al de sus atormentadísimas formas de alimentación, entre las cuales no debió faltar el sacrificio de seres humanos, cazados en la guerra, o conseguidos en el pacífico cultivo doméstico de la ganadería primigenia.
Hoy nos sienta muy mal hablar de sacrificios. Porque los asociamos invariablemente a la acción de dar muerte a los animales que nos sirven de alimento (extendido también a los animales de compañía; ¡pero no a los seres humanos!) Por eso rehuimos la clásica denominación del “Sacrificio de la Misa”, y nos hemos quedado con la denominación más amable de “Eucaristía”, concebida además como una asamblea del pueblo de Dios para darle gracias por el gran don de la Redención, o algo así. Tampoco eso lo tiene tan claro todo el mundo.
Pero me da vueltas y vueltas la cabeza, preguntándome si el nobilísimo Sacrificio de la Misa no se habrá sobrepuesto a nuestra civilización por el enorme poder que encierra de liberación de nuestros antiguos sacrificios humanos, siendo Cristo nuestro Redentor el que se ofrece al Padre como último y definitivo sacrificio -y alimento- que sustituya de una vez para siempre nuestra persistente inclinación a sacrificar al hombre para comer de él… o a su costa.
Poca memoria nos queda de los sacrificios humanos de comunión anteriores a la entrega a Israel, de la tierra manchada con la sangre inocente sacrificada a Baal y a Moloch. Nos queda eso y el ejemplo del sacrificio de Isaac. Tenemos, en cambio, información fiable y cercana de la inmensidad de los sacrificios humanos en la América precolombina. Los suficientes para entender que se trata del más sangrante problema de la humanidad. Y desde la perspectiva católica, para entender que el Sacrificio de la Misa y el sacramento de la Eucaristía tienen el poder inmenso de dar cerrojazo a ese enorme problema de la humanidad que, no por adormecido, podemos deducir que haya desaparecido.
Bueno, si preguntásemos tanto a los sacerdotes como a los fieles, cuál es la razón última de esas reuniones litúrgicas, las respuestas serían de lo más variopinto. Lo más probable es que la mayoría de celebrantes no fuesen conscientes de que el sentido último de la misa es la renovación y perpetuación del sacrificio de la cruz, pero en forma incruenta. Hoy es sensación común y mayoritaria que la Misa no tiene como destinatario a Dios, sino al Pueblo de Dios, a los fieles. Porque el formato de la nueva liturgia, el llamado Novus Ordo, inclina con fuerza (casi obliga) a pensar de este modo. Y si preguntamos al pueblo llano, me temo que la sensación de la mayoría es que los sacerdotes celebran la misa al servicio del pueblo: que el destinatario de la misa es el pueblo fiel.
Efectivamente, la modernidad nos ha apartado del sacrificio. Del sacrificio de los animales, claro está (al del hombre le dedica otras denominaciones), y aún le queda un largo recorrido para culminar este cambio de orientación de la vida. El futuro de la humanidad está diseñado como una vida sin sacrificios (dando por entendido también, que el concepto de sacrificio no alcanza a los insectos).
Sacrificio es sacrum fácere, sacrificar, hacer algo sagrado, es decir una acción sagrada. Observemos (puestos a hacer antropología) que los sacrificios son propios del hombre ganadero, del que esclaviza y aprisiona animales para que le sirvan de alimento; nunca existió en la caza, nada parecido al “sacrificio”. Y es ahí cuando surge la saludable (salvadora) idea de que matar a un animal prisionero no puede responder a la libre y arbitraria voluntad del matador, sino que esa acción ha de estar rigurosamente sujeta a unas normas (realmente ritos) que la convierten en sagrada. La muerte inferida a un animal que tienes prisionero en tu casa (¡animal doméstico!) tiene que estar regulada por normas religiosas, “sagradas”. Eso hace que un acto tan violento esté sancionado por rigurosas normas. Y son precisamente las normas, es el estricto cumplimiento de esas normas lo que convierte ese acto en un rito sagrado y santo.
Contemplemos, pues, en primer lugar, que el sacrificio (la sacralidad del matar según principios y normas) es algo propio y diferencial de la civilización (¿podemos traducir “propio de la maldad intrínseca de la civilización”?) Se trata de un tremendo salto de la humanidad, que hasta podría coincidir con el momento en que sustituyó los animales domésticos humanos (probablemente de especies inferiores: p. ej. rebaños de Neandertales criados por el superior Cromañón) por los típicos animales domésticos de la civilización agrícola-ganadera. Es una hipótesis bastante defendible si nos guiamos por los ejemplos que nos aporta la historia. Y, por cierto, ¿se diferenciaría mucho el uso ganadero del Cromañón respecto al Neandertal, al uso que hicieron durante recientes siglos los dueños blancos de los esclavos negros?
Leo al final del primer libro de La Ciudad de Dios, de san Agustín, que los sacrificios a los dioses paganos fueron el mayor tema de fricción entre el poder romano y la religión cristiana que se abría paso en el imperio. Los sacrificios: a los que los romanos no estaban dispuestos a renunciar de ningún modo. Ahí se enfrentaron los sacrificios a los dioses paganos y “El Sacrificio” de los cristianos, el sacrificio de la misa, con el que se quiso conjurar de una vez por todas, la inclinación del hombre a sacrificar al hombre. El canje de la víctima en el sacrificio de la cruz, se mostró como solución definitiva de la peor lacra de la humanidad.
Un sacrificio que al fin y al cabo satisface el hambre de hombre (de cuerpo y sangre del hombre transubstanciados en el pan y el vino obtenidos de la esclavización del hombre: transubstanciación inversa) que acaba convirtiéndose en hambre de Dios, el hambre más natural del hombre.
¡Menudo disparate desacralizar la eucaristía y convertir la misa en un simple ágape para celebrar el amor entre los hermanos! (que tampoco estaría mal si fuese auténtico). Eso es tirar por la borda el mejor tesoro de sacralidad de la Iglesia católica. ¿Qué necesidad tenemos de que todo nos quede racionalmente explicado? ¿Y la fe? ¿No hay espacio para la fe en la nueva Iglesia?
Tantum ergo sacramentum, veneremur cérnui.
Virtelius Temerarius