Durante el primer milenio, el obispo de Roma era elegido con el difuso y tradicional procedimiento de la elección hecha “por el clero y por el pueblo”. Sin embargo, cuando algo fallaba o resultaba deficitario con respecto a este desarrollo ideal de las cosas, no se llegaba a la elección, sino a la competencia entre dos o más personas, ya que la elección no tiene previsto un moderador de la competición en el marco de un pacto constitucional. Para elegir un obispo, la Iglesia vivía entonces la elección más como un acto litúrgico que como un procedimiento democrático.
En Roma, la larga limitación de facto del electorado pasivo al colegio de los diáconos deja durante mucho tiempo al papado en manos de hombres que llegan al cargo episcopal casi por ascenso, tras una carrera administrativa y espiritual en la potente función diaconal. La preferencia históricamente dada a los candidatos romanos, demuestra la voluntad de escoger entre personas transparentes y desconocidas, a fin de evitar imprudencias y sorpresas.
Con el tiempo, la creciente relevancia política de la Sede romana se manifiesta a través de la absorción por medio del cargo de obispo, de competencias sobre Roma. Ahí está el caso de la elección de Gregorio Magno (590), nombrado anteriormente para el cargo de prefecto. La importancia metropolitana de la ciudad se extenderá a toda la península itálica: con esa función, la sede apostólica debe intervenir precisamente cuando en las iglesias locales nacen conflictos durante el paso de un episcopado a otro. Las funciones de juicio y arbitraje en semejantes controversias que ven afirmarse a Milán con respecto al norte de Italia y a Cartago en África, premian a Roma y afianzan su influencia.
Los protagonistas de la elección, que hasta el siglo VIII nunca es descrita en el Liber pontificalis, tienen como cualidad el prestigio y el poder. El pueblo perderá entonces cuotas de espacio, si acaso sólo simbólico con respecto a la eficacia y a la transparencia de las elecciones: y la jerarquía gana eso que el pueblo pierde en la elección, que hubo un tiempo en que se hizo por aclamación ¡de los fieles!
En caso de conflicto irresoluble, la autoridad imperial toma partido; pero lo hace, claro está, en su calidad de poder civil, en nombre del deber de garantizar la paz. Es decir, el orden público y también para evitar conflictos durante la sucesión papal. Bonifacio VI (418-422) precisará que, si hay una disputa entre dos concurrentes elegidos, el emperador no mediará ni arbitrará, sino que declarará depuestos a ambos pretendientes e impondrá una nueva elección unánime. Eso es mucho poder civil sobre la Iglesia.
Por otro lado, será obvio que las dinámicas políticas y sociales de la ciudad de Roma influencian sobremanera en la elección de su obispo: tanto en Roma como en las grandes ciudades del mundo cristiano, la elección del obispo de Roma (¡de la capital del imperio!) se convierte, desde el emperador Teodosio (347-395), en espacio de compensación de los diversos poderes e influencias en la gestión de la religión del estado y en la trama de relaciones. El poder político ciudadano se convierte en causa y vehículo de intereses tantas veces inconfesables: las familias nobles se disputarán la influencia en el papado y hasta el mismo papado: que tiene como consecuencia la inestabilidad cuasi permanente de la ciudad. Lo que llevará al exilio de Aviñón (1305).
En los siglos IX y X el ingrediente típico de las elecciones papales es el de la agudización, con respecto al pasado reciente, del enfrentamiento entre fuerzas y poderes. A través de la sede romana se obtiene una inmunidad: “Prima sedis a nemine judicatur” (nadie puede juzgar a la sede primada, al obispo de Roma), dice un principio que va imponiéndose. Por esta primacía se adquiere el control político-judiciario de las controversias de Italia. Desde Roma se ingresa en el circuito de relaciones que se extiende a todo Occidente. El papa acaba también teniendo su corona (la tiara papal –tri-regnum- es la triple corona).
En 1059 el papa Nicolás II promulga el decreto In nomine Domini con el que formula un nuevo procedimiento para la elección de su sucesor. Su reforma establece que a unos pocos y autorizados miembros del clero romano les sean atribuidos poderes y significados adecuados a la responsabilidad que les ha sido asignada: elegir al obispo de Roma y, sobre todo, impedir que otros lo elijan. Se trata defender pues la libertas Ecclesiae, frente al poder político y hasta frente a los mismos laicos. In nomine Domini da derecho a designar al monarchatum eclesiástico, a los obispos-cardenales (tal como los llama el decreto en su auténtica redacción papal) o a los cardenales romanos (como los define una versión imperial adulterada) como herederos continuadores del colegio de los apóstoles.
Luego, Gregorio X hará aprobar en 1275 la constitución Ubi periculum para restar impredecibilidad a la elección papal y regular la reclusión de los electores que, ya con manto y gorro púrpura (cardenales), actúan con la convicción de que es preferible reglamentar, que correr el riesgo de someterse al arbitrio del rigor penitencial (aislamiento) para la elección.
Clemente V, por su parte, promulgará en el concilio de Vienne (1311) la Ne romani para impedir a los cardenales reformas de las constituciones sobre el cónclave al morir el papa y para autorizar a las autoridades civiles que impidan la salida de todos los cardenales del cónclave. Tras la anómala experiencia de Constanza (1415), el concilio será excluido como tal del área de producción de las normas que regulan la elección del papa. En Basilea, en cambio, el colegio cardenalicio ambicionará convertirse en un contrapoder del mismo papa, un contrapoder en el que cada uno de sus miembros le debe su posición. A finales del siglo XVI, se admitirá que al papa y solamente el papa, corresponde reglamentar el procedimiento electoral de la propia sucesión; y Sixto V, con la bula Postquam verus (1586), limita a setenta el número de cardenales que el papa puede nombrar, y levanta así una valla de contención contra la lucha para ganar la mayoría en el consistorio. Casi igual que ahora mismo.
Gregorio XV en 1622 recrudecerá las disposiciones sobre la prohibición de votar por sí mismos y establece que semejante eventualidad, prohibida desde tiempos inmemoriales, vuelva la elección completamente nula. La estructura que tutela la validez de los procedimientos y dispone la nulidad de la elección en caso de que alguien se vote a sí mismo o se manche de simonía, sólo será modificada en el siglo XX.
Finalmente, el derecho a veto de las monarquías católicas -llamado la “exclusiva”- llegará al paroxismo con el cardenal secretario de Estado Mariano Rampolla, candidato vetado “eventualmente y en un caso extremo” por el emperador de Austria a causa de su presunta política francófila, lo cual acaba produciéndose. Todo ello, a pesar de la carta del difunto León XIII que se abría precisamente en el cónclave instando a los electores a defender “los sacrosantos derechos de la Santa Sede contra los usurpadores del poder temporal”. Será al cabo el cardenal Sarto, Pio X, el que será elegido. Éste derogará los vetos y las exclusivas de los estados: eso que la praxis secular había reconocido a Francia, España, Austria y Portugal, se vuelve ilegal. Condenará también severamente las negociaciones previas favorables a un candidato, las maniobras para organizar capitulaciones electorales (compromisos previos) y la simonía. Tanto Benedicto XV como Pio XI, Pio XII, Juan XXIII y Pablo VI irán modificando las normas electorales en mayor o menor medida.
Será Juan Pablo II en su Universi dominici gregis el que establecerá la perpetua renovación del cónclave de acuerdo con las diversas circunstancias: la accomodatio de la ley sobre la sede vacante y la elección del papa. Plantea el caso de la renuncia voluntaria del pontífice y de la sede impedita por enfermedad o demencia. Pero lo que llama más la atención es la absoluta democratización del sistema electoral, puesto que se eliminan formalmente algunos métodos de elección que la tradición había custodiado. Cancela por decreto la elección por inspiración y compromiso, dejando lugar sólo al escrutinio por mayoría (primero calificada y, tras un lapso de tiempo, simple). Este sistema del voto secreto le parece a Juan Pablo II el más adecuado a las “actuales exigencias eclesiásticas” y “a las tendencias de la cultura moderna”.
Las explicaciones dadas para abolir formas venerables de elección, son llamativas. La elección por aclamación, esa que debía producirse quasi ex inspiratione es eliminada porque no resulta idónea para representar el pensamiento de un collegium electivum tan vasto y variado. Todavía más firme es el argumento con el cual se elimina la elección por compromiso: por un lado, se afirma que el “normarum cumulus inextricabilis” lo vuelve difícilmente aplicable; por el otro, se dice que en el voto por compromiso se mantiene oculta la responsabilidad personal de cada cardenal que vota. Por esos motivos, Juan Pablo II establece que el obispo de Roma debe ser elegido con forma una. Es decir, con el único medio del escrutinio secreto.
La adopción sin reservas ni excusas de este sistema de investigación de la voluntad general, es un dato significativo: en cierta medida la elección por inspiración había quedado en el Derecho como la nostalgia de una intervención directa de Dios, que pasaba por encima de todas las mediaciones y generaba una unanimidad extraordinaria y milagrosa, distinta y nunca confundida con el procedimiento que hace surgir una mayoría legítima. Es lo que refleja la elección del patriarca Kyril en Las sandalias del pescador, novela de Morris West. Por su lado, el compromiso, constituía una manera de evitar prolongar el enfrentamiento hasta el final y ofrecer a la minoría una posibilidad digna de integración al grupo vencedor, el cual debía no obstante alcanzar el límite crítico de los dos tercios. Limitar la elección del papa al escrutinio e institucionalizar, en caso de punto muerto prolongado, la automática baja del quorum, significa aceptar que la lógica de la institución eclesiástica no se distingue de la que tiene la política por sus propios medios o por la propia ortografía institucional, sino únicamente por el propio núcleo y contenido vital.
Sin embargo, cada vez que fallece un papa volvemos a contemplar esos tics y toks que han perturbado desde siempre la libre elección del nuevo pontífice, a pesar de tantas reformas y contrarreformas. La imagen del funeral de Francisco no dejaba de ser inquietante: en el presbiterio, del lado del Evangelio, los cardenales y detrás de ellos los obispos. Del lado de la epístola, los jefes de estado y las casas reinantes. Abajo, los sacerdotes y el pueblo: a fin de que quede claro quién ostenta el poder -tanto político como eclesiástico, situados ambos a nivel sacral- y quién debe obedecer. La Iglesia y el Imperio juntos y amalgamados, pero no al estilo del denostado Bonifacio VIII (1302) que, en su bula Unam Sanctam, reclamaba simplemente un poder arbitral supremo sobre cualquier disputa religiosa o política. Ahora, en cambio, se trata del sometimiento y la domesticación de una Iglesia que ya no es luz del mundo ni sal de la tierra, sino el meloso aderezo de un sistema político que aspira a someterla a sus dictados, despojándola de su doctrina. Los oligarcas de la política no pueden permitir que la Iglesia de Cristo oponga ningún tipo de resistencia a sus pervertidos proyectos de subvertir el orden moral para acabar así envileciendo la misma condición humana.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.www.sacerdotesporlavida.es
De momento el Diablo y sus secuaces ya se han manifestado de alguna forma con una ráfaga magnética solar apagando la luz de España, parte de Francia, Portugal e Italia, estos paises grandes evangelizadores históricos. Falta saber si la rabia del Diablo y sus secuaces es en realidad "rabia" o alegria triunfalista por el nuevo Papa a venir. Cuando Lenin predicaba encima de los estrados el nacimiento de comunismo entonces estalló en Tunguska un gran meteorito que derribó millones de árboles, tal vez en aquel evento si que se regocijaban los diablos del Infierno ya que había nacido el Anti-Cristo Lenin. Esperemos que en la elección a tocar del Papa el evento del apagón no siga la misma línea de la Señal del impacto de Tunguska, y que el nuevo Papa sea en realidad un progreso para la espiritualidad cristiana verdadera.
ResponderEliminarImagine que hubiera un megaapagón durante el Cónclave...una elección a la luz de las teas como en la Edad Media para que sus Eminencias elijan a un Papa Santo, se alejen de modernistas y que no les coman el coco con intrigas tipo esa película nefasta llamada "Conclave"
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