Stat Crux dum volvitur orbis

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Este es el tiempo en que la Palabra, la predicación, el discurso cristiano, debe nacer de nuestro mirar personalmente a Cristo. Toda la fe está en esto: “Contempladlo y quedaréis radiantes. Vuestro rostro no se avergonzará” (Salmo 33). De lo contrario, estamos apoyándonos en la carne y “toda carne es como hierba; se seca la hierba y cae la flor, pero la Palabra del Señor permanece eternamente” (1Pedro 2,6). Esta palabra no es un discurso. Es una persona real, un hombre: Es Jesús de Nazaret, el Hijo unigénito del Padre.
Por ello, el primer y fundamental cambio que debe traer consigo la penitencia cuaresmal, que culmina en la Semana Santa, es que nuestra existencia sea una vida de fe, que sea justa. Es decir, que viva de la fe en Jesús “que me amó hasta entregarse por mí” (Gálatas 2, 20). Así, el tiempo de Dios, tiempo sagrado, enriquecerá el tiempo que pasa. El tiempo que se convierte en tiempo de fe, enriquecerá así nuestra alma y la confortará, la hará cada vez más fuerte, la consolará, la hará cada vez más plena, con más capacidad de gozo: “A los que llamó, los justificó, y a los que justificó, también los glorificó” (Romanos 8, 30). En definitiva, se trata de un cambio profundo, radical: la santidad de vida.
Ese es el milagro por el que los demás pueden glorificar al Señor, el milagro por el que la gente entiende que Dios nos ha visitado, que sigue visitándonos: nuestra transformación, nuestro cambio. Éste crea en nosotros un lugar: Cristo, convertido por su Cruz y Resurrección en esa novedad de vida, ha creado un lugar nuevo, una estructura nueva. Sólo si nuestro cambio crea una estructura, una manera nueva de pensar, sentir y actuar, demuestra que es verdadero.
“He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa, y el que ponga en ella su fe no quedará confundido” (1Pedro 2,6). Porque la piedra angular sin lo que se apoya en ella, sin su nexo, se convierte en piedra de tropiezo. Para nosotros, Jesucristo puede quedarse sólo en piedra de tropezar, si no se convierte en aquello en lo que se apoya toda nuestra vida, en el criterio último de nuestro actuar. Él es el cumplimiento de toda promesa, y eso significa que Cristo es todo. No es una opción nuestra, sino la constatación de una realidad: “Yo soy la piedra angular”, la única sobre la que se puede construir.  
Por tanto, este es el tiempo en el que el Señor nos reúne y nos salva a través de su Palabra hecha carne, convertido en uno de nosotros, en el que el Padre lo ha puesto todo bajo su poder y sin el cual no se ha hecho nada de cuanto se ha hecho (cf. Juan 1). Y es que la Palabra es una espada porque se la combate, y si se la combate, vence porque arrasa incluso las fortalezas. Es decir, abate incluso las posturas construidas desde hace siglos y milenios en nosotros, desde el pecado original. Abate los criterios construidos desde la cultura dominante, la que dicta el poder, las costumbres personales y sociales. La Palabra de Dios no puede dejar se sentirse como la espada del Espíritu, y el Espíritu es quien crea y quien redime, es el poder redentor de Cristo. 
Pero la raíz auténticamente mala que se opone a la espada del Espíritu, y que no deja que esta espada nos hiera, produciendo en nosotros la contrición, es la falta de sentido del misterio de Cristo, ya que la historia y la existencia deben examinarse a la luz de éste, y no basándonos en nuestros tiempos y nuestros ritmos, es decir, en nuestras pretensiones.
La consistencia de las cosas, su significado no está en lo que hacemos nosotros, pues la verdad de las cosas actúa ocultamente, sobrenaturalmente. Las cosas se hacen guiadas por una acción que opera desde dentro, en la profundidad, en la verdad. Si los gestos de cada día, las relaciones que establecemos con la gente o con el poder político, quedan fuera del sentimiento de la finalidad última de todo, de la memoria de Cristo, estamos construyendo sobre esa arena que desmoronará toda la construcción, por subvencionada que esté.
 A diferencia de Cristo, que aceptó del Padre que la fuerza redentora que tenía dentro de sí se distribuyera lenta y ocultamente durante milenios de historia, cuando podría haberla aplicado de un solo golpe; a diferencia de Cristo, que aceptó del Padre quedarse en Palestina, mientras que la gente que mejor le habría aceptado estaba en Tiro o en Sidón, en tierras de paganos; a diferencia de Cristo, que aceptó ser crucificado en el momento fijado por el Padre, nosotros no aceptamos la historia de Cristo, si nos escandalizamos porque no vemos en qué sentido nuestra fragilidad, nuestro ser ovejas en medio de lobos, la persecución y el conflicto, puedan tener sentido en el misterio de su muerte y resurrección.
 
Aunque creemos en la segunda venida de Cristo, aunque vivimos en la memoria de Cristo cada vez que celebramos la Eucaristía, y aceptamos verdaderamente la fe, seguimos con insatisfacción e inquietud porque las cosas no son todavía como quisiéramos. Falta entrega, liderazgo y huimos ¡todos! de la Cruz y de sus consecuencias. Olvidamos que Cristo vino para morir, para desentrañar el fondo que hay tras el aspecto externo de las cosas a través de una historia oscura y tortuosa: la de la Iglesia.
Cristo murió sin ver cambiar las cosas, rodeado de cobardes, de traidores y de enemigos de su Cruz. Cada uno de nosotros está destinado a vivir la misma trayectoria que Cristo y a morir como si no hubiese concluido nada. Si el Padre trató así a su Hijo, lo mismo hará también con sus discípulos, si le son fieles.
Ante tanta deslealtad y felonía, no debemos amilanarnos. Al contrario, nuestra fe debe hacerse más grande, pues hemos de soportar la pesadez y opacidad de las cosas con la certeza de que Cristo está presente y que precisamente a través de estas cosas, tal como son, llega la parusía, tiene lugar su retorno glorioso. Y eso es así, porque “por la fuerza de la Cruz, el mundo es juzgado como reo y el crucificado exaltado como juez poderoso” (Prefacio I de la Pasión). Por eso el Sanedrín político y mediático la odia tanto.
Sin embargo, la sombra de esa Cruz a todos abraza. Su vigor abajará los montes y los collados de nuestra iniquidad. Bajo esa bandera debemos luchar y también morir, ya que con ella triunfaremos. Aunque la profanen y hasta la dinamiten, Stat Crux dum volvitur orbis: la Cruz permanece en pie, mientras el mundo gira. Ella un día nos juzgará.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.

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4 comentarios

  1. La homilia del padre Custodio queda muy bien y es un escrito muy elemental para quedar bien de cara a la galería, pero le falta algo que es citar la "espectacularidad" de los milagros del Antíguo Testamento relatados en las Escrituras. El Nuevo Testamento se distingue del Antiguo por la ausencia de espectaculares milagros o simplemente por la curación de algunos enfermos concretos o la resurrección de algunos muertos, pero en el Antiguo solo hay que leer lo del Senaquerip que quiso atacar Jesuralen y el ángel del Señor le hirió de muerte a miles de sus soldados. Pues de esto en el Cristianismo nada de nada, y tenemos el Valle De Los Caídos donde el Angel del Señor hace vacacioes. Recemos para que el Angel del Señor desenvaine su espada laser y fulmine los planes diabólicos de los enemigos de la Fe que quieren destruir el Valle y la memoria del Glorioso Caudillo, amén. Santa Pascua.

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    1. Sr. Garrell, ni el Viernes Santo puede estar tranquilo? ¿El Valle de los Caídos tiene algo que ver con la muerte del Señor en la cruz, o con su "Glorioso Caudillo"? Tengamos una santa Pascua, en la que perdure su amor.
      Sea menos pontificador!

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  2. Totalmente de acuerdo con el Señor Silverio Garrell.

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  3. Gracias Sr Garrell por sus puntuales matizaciones. Ya hoy es Sábado Santo, tengamos esperanza en que vendrán tiempos nuevos, eso sí de la tribulación no nos vamos a librar

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