Cuando el pasado Miércoles de Ceniza el sacerdote me imponía la ceniza con la célebre sentencia: Memento, homo, quia pulvis es et in púlverem reverteris: recuerda, hombre, que eres polvo y al polvo volverás, añadí gozoso en mi interior: polvo de tierra y polvo de estrellas. Porque según predica hoy la ciencia (que no tiene fuerza para colocarse por encima del espíritu, ni menos en su contra), resulta que, en nuestra inmediata fuente de vida, que es nuestro sol, ni existen ni pueden fabricarse todos los materiales de que estamos hechos. Dios los ha juntado desde lo más remoto del universo. Que tampoco le fue tan fácil construir nuestro cuerpo, y menos aún nuestro espíritu. Suerte que partía de un excelente modelo: “a su imagen y semejanza”. Buena meditación para iniciar la cuaresma: memento homo.
Por cierto, me ha sorprendido ver en You Tube a Marco Rubio, secretario de Estado de EE. UU, católico él, luciendo en la frente una cruz de ceniza, que con toda seguridad le impusieron en la iglesia durante la misa del Miércoles de Ceniza. Extraño contraste con tanta gente de iglesia acomplejada, que esconde la cruz porque se avergüenza de ella.
¿Y qué es lo que nos pide la Iglesia en este momento de “penitencia”? Sin menospreciar el valor ascético de la mortificación y la penitencia que nos sujetan la carne y el espíritu, quiero pararme en la distinta lectura que han hecho de la penitencia la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente. Pistéuo eis éna baptísma metánoias eis áfesin amartématon, reza una de las versiones del credo construido a partir de Nicea. Creo en un solo bautismo “de penitencia” (en realidad, “de conversión”) para el perdón de los pecados (en sentido pre-religioso, laico, los “errores”, los desaciertos).
¿Y cómo pasamos de la metánoia a la penitencia? Si partimos del “metá” = “después” (lo tenemos en “meta-física), se entiende fácilmente que es pensar después, pensar tarde, repensar, al que fácilmente sigue el arrepentirse. Pero estamos siempre en una operación de la mente (nús, de noéo). De ahí pasamos fácilmente al latín “me poenitet” = + me apena, me arrepiento; que sí, es también una acción de la mente, emparentada con la metánoia griega. Pero tal como el término griego está dominado por la nús (la reflexión), el término latino está dominado por la poena, por la pena, por el dolor, por la penitencia (que conlleva pena), por el castigo. Uno de los elementos del “sacramento de la Penitencia” (nombre moderno para relegar el de la “confesión”) es justamente la penitencia, la pena que le impone el sacerdote al penitente.
Y si pensamos en lo lejos que se ha llegado en el capítulo de penas y penitenciarías (la misma terminología en lo civil) vemos con mayor claridad cuánto nos hemos alejado de la metánoia griega, de la conversión, es decir del cambio de mente, de mentalidad. Por ahí andan los empeños de “rehabilitación” de los penitentes civiles (los presos), bastante más coherentes. Lo más espectacular en el orden de la penitencia en la historia de la Iglesia, son las procesiones penitenciales de la Semana Santa, algunas de las cuales llevan una fortísima carga penitencial. Piénsese en los costaleros, en los que siguen la procesión descalzos y en tantas otras penitencias que vemos en esas procesiones. Y en sentido contrario, el moderno hedonista, los estrambóticos ayunos que se inventan, también en la Iglesia, por confluir con la ecologética: huyendo del auténtico ayuno.
Da que pensar el hecho de que la Iglesia haya optado durante tantos siglos por las penas (a cuenta de las del purgatorio, se instituyeron las indulgencias, con las que se liberaba el penitente de penas aún no cumplidas, que le había impuesto la Iglesia), desestimando el sentido original de “conversión”. Probablemente eso se debió a que no habiendo dentro de la Iglesia ninguna posibilidad de desviación religiosa, porque o estabas dentro del dogma o eras expulsado de la Iglesia, tenía poca cabida la “conversión”. Fue así como las penitencias y las penas se adueñaron del terreno espiritual de la Iglesia. La única alternativa fue el control doctrinal (el Santo Oficio), que administraba el régimen penitenciario. Así fue como nos quedamos con las penitencias, para cuya reducción aparecieron las indulgencias primero con las cruzadas, y luego con los Años Santos.
En España, que tuvo durante ocho siglos el acoso del Islam, las cosas de la penitencia tuvieron sus singularidades. El pecado de la blasfemia, por ejemplo, es algo singular de España. En toda Europa se maravillan de la abundancia de blasfemias que forman parte del habla coloquial en los grupos sociales más transgresores (progresistas se llaman). La convivencia con el islamismo empujó fuertemente en esa dirección.
Hoy, con la libertad religiosa que, entre otras cosas, ha generado en la Iglesia tendencias a un libre examen a lo bestia, cuando no a un distanciamiento de los dogmas, la moral y la práctica religiosa de siempre, tiene ya todo el sentido hablar de “conversión”: la medicina del alma ya no son las penitencias, sino las ideas, la auténtica conversión, la adhesión a la fe y a la moral de la Iglesia. Cierto que el empeño de muchos por asimilar los valores de la Iglesia a los del mundo (con el cambio constante, el “progreso” también de la fe), hace cada vez más difícil saber a qué o a quién tenemos que “convertirnos”. ¿Discernimiento para eso? Menos mal que las Sagradas Escrituras mantienen su vigencia, y el depósito de la fe sigue incólume a pesar de tantos pesares.
El otro término al que me refería en el título, y que caracteriza la conducta especial de la cuaresma, es la limosna. Curiosa palabra, que ha sufrido también una transformación profunda. Esta palabra ha ido configurándose desde la eleemosýne griega, que significa también “limosna”. Digamos que está bien traducida; pero no bien interpretada.
Tenemos el Kirie de cuando la Iglesia hablaba en griego. ¿Y qué significa Kýrie eleison (eléeson)? También tenemos la traducción correcta: “Señor, ten piedad”, compadécete. Efectivamente, el verbo eleéo significa “tener compasión”. En su forma de imperativo, “ten compasión”. Y su derivado eleemosýne tiene como significado dominante el de “compasión”. Pero es evidente que la compasión no se manifiesta únicamente dando limosna a aquel de quien se compadece uno. La limosna es una reducción extrema de la compasión.
¿Eso es todo? No, aún hay más. Resulta que com-pasión dicho en griego es sym-pázeia. Las dos palabras son calcadas. Con la particularidad de que la sympázeia, es decir la simpatía (mera transcripción del término griego) nunca ofende; mientras que la compasión a menudo es rechazada: porque suele ocurrir que quien da limosna siente la tentación de darla ostentosamente, ofendiendo así a quien la recibe. Glosando a san Pablo, si reparto todos mis bienes entre los pobres, pero sin compasión (en griego, sin simpatía hacia ellos), de nada me aprovecha. Muy oportunamente surgieron las órdenes mendicantes: las que mendigaban para librarles a los pobres de la fatiga y la vergüenza de mendigar. Los por-dios-eros acostumbran a pedir ‘por Dios’ por el amor de Dios. De ahí su nombre. Y en cuanto a la simpatía, que es la buena, se nos ha colado el palabro de la “empatía” (para bifurcarla hacia lo negativo). Es que ya no es ofensiva sólo la compasión, sino también la simpatía. Son las miserias léxicas que carcomen las palabras.
Virtelius Temerarius
Agradecería información sobre si la Ortodoxia Rusa hace imposición de ceniza como nosotros.
ResponderEliminarMuchas gracias.