El integrismo tiene la ventaja de la integridad. Y cuando se renuncia a ella, es posible ya cualquier cosa. La integridad tiene eso: no se puede estar un poco embarazada. Cuando hemos admitido que, bien mirado, el embarazo puede ser parcial o pleno, según se trate de pocos o muchos meses, hemos dejado abierta la puerta de la relatividad (mucho-poco). Y ahí se nos coló el aborto como algo que tiene diversos grados y, por tanto, diversa gravedad. Se empieza por el aborto menor, precedido incluso del aborto químico, insignificante; hasta llegar al súper-aborto, el más salvaje, el aborto por nacimiento parcial, con el que se obtiene el mejor precio del despiece por órganos. Es lo que tiene ir cediendo pieza a pieza.
Lo mismo le ocurrió a la Iglesia con la usura: cuando, dejándose arrastrar por el hecho consumado de que eso lo tenía ya la cristiandad totalmente normalizado, la Iglesia decidió que era inútil y contraproducente persistir en condenarlo; y si era poca, hasta se podía aceptar. Igualito que con el aborto. Es la relativización moral de contar por días o por peso. Y a fuerza de relativizar, ha decidido que no es una prioridad moral: ni mucho menos. La Iglesia ha dado más protagonismo a otras cuestiones “de mayor actualidad”: respecto a las cuales, los enemigos de la Iglesia tienen un gran empeño en cultivar una conciencia colectiva, por considerar esas cosas de la máxima importancia moral. Y ya de puestos, esos mismos agentes han cultivado la conciencia de que el aborto (que llaga en ocasiones al infanticidio puro y duro) es no sólo un bien ¡de la mujer!, sino incluso un derecho. Como si sobre esa conciencia fuese posible construir una sociedad capaz de sostenerse en pie sin devorarse a sí misma.
Y justamente ahí tenemos a la Iglesia, alineada con los poderes que le han usurpado la facultad y la responsabilidad de decidir dónde está el bien, y dónde el mal. Es lo que le ha ido ocurriendo por dejarse arrastrar por el deseo irrefrenable de acompasar su paso con el del mundo. ¡Cuánto nos cuesta entender que el mundo es el mundo, y la Iglesia es la Iglesia! Empeñarse en llevar el mismo paso que el mundo, para acabar rindiéndose a él, nos trae donde nos ha traído: a la desfiguración total del rostro de la Iglesia.
Una Iglesia que por llevarse bien con el mundo, ha renunciado a defender el matrimonio cristiano… porque hasta los curas y obispos y hasta al mismo papa lo encontraron indefendible. Y tras dejar totalmente indefenso el matrimonio cristiano (y de paso, a los hijos de ese matrimonio), dejaron indefensa a la mujer ante el precipicio del aborto, al que le empujó el mundo. Claro, la Iglesia dio tiempo a que la sociedad lo aceptase como algo inevitable, y además necesario. No compareció en la batalla cultural emprendida para “normalizarlo”. Es que era muy importante ejercer la nueva misericordia evitando incomodar las conciencias. El pretexto fue la caridad cristiana. Sí, sí, todo ese desastre por caridad.
Y a esa misma Iglesia se le ocurrió fijarse en los andares del mundo, que descubrió que también por caridad tenía que abrir sus puertas de par en par a “todos, todos, todos”, todos cargados con sus pecados a los que no estaban dispuestos a renunciar. Bueno, de ese modo quedaban las puertas abiertas no sólo a los pecadores, sino también a los pecados. Inevitable, porque llamarlos pecadores e invitarlos al arrepentimiento, era una gravísima falta de caridad y misericordia. Un abuso pastoral. Así que la conducta de esos “todos, todos, todos” dejó de ser condenada como pecaminosa. Y hasta se bendijo.
¿Y adónde condujo tanta caridad cristiana y tan enorme misericordia? Pues adonde tenía que desembocar el plano inclinado. Resulta que muchos, demasiados miembros de la Iglesia (altas jerarquías entre ellos) decidieron formar parte del “todos, todos, todos”, pero en su forma más agravada: entre las víctimas de esos no-pecados (¡Dios nos libre!) abundaron los menores confiados a la protección de la Iglesia. Y como ni en el fondo ni en la superficie había nada de malo, se tapó y se encubrió y se echó tierra encima: para no apesadumbrar a los clérigos a los que el mundo quería perseguir selectivamente, que también ellos estaban necesitados de la caridad de la Iglesia. Estamos ante lo que José Carlos Súbtil llama “La dictadura de los pobrecitos”.
Se trata, al fin y al cabo, de proseguir la Iglesia en la piadosa labor de transformar la moral acomodándola a los caprichos de cada uno, para no traumatizar a nadie. ¿Qué clase de misericordia es ésta? La misma que usa la moderna pedagogía con los niños destinados al peonaje: lo importante es no traumatizarlos. Así que nada de disciplina, ni de esfuerzo, ni de mérito. Es el destino de los esclavos.
Y ese es el modo en que “educa” hoy las conciencias la Iglesia católica (que, por cierto, aun con eso sigue siendo lo mejor del cristianismo). Un camino que viene siguiendo con más ahínco y con mayor convicción en este pontificado. Es el empeño por acomodar la moral a las conveniencias de cada uno. Tal como se está poniendo la Iglesia, “moral” es lo que le conviene a cada uno. Lo importante es que cada uno se sienta bien confortable en la Iglesia, a pesar de sus taras y malformaciones. Lo que espera hoy cada uno de la Iglesia es no sólo que le ame a pesar de sus pecados, que eso nos sería caridad perfecta, sino que ame incluso sus pecados: todos, todos, todos.
Resulta que el mundo lleva años en la moda de proteger a cualesquiera minorías: entre ellas, las “minorías morales”, las que reclaman para ellas una “moral especial”, distinta de la moral universal (la de antes) y que las respete todo el mundo. Y la Iglesia, cayendo en un seguidismo penoso, se ha lanzado también a ofrecer protección especial a esas minorías, a título de dispensadora de misericordias, convirtiéndose en caricatura de sí misma.
Ha desaparecido eso de “Quieres curarte”, y eso de “Vete y no peques más”, como guía e inspiración de vida cristiana. Los que vienen hoy a la Iglesia, no vienen ya a curarse ni vienen a arrepentirse y dejar de pecar; vienen a que la Iglesia les reconozca su derecho a seguir siendo como son; vienen a que la Iglesia “despecalice” sus conductas. Vienen a que la Iglesia, igual que ha hecho el mundo, se adapte a cada uno, con todos sus vicios y pecados: que pasan a ser peculiaridades de cada uno, a las que tanto la sociedad como la Iglesia, les reconocen pleno derecho. E imponen a toda la comunidad, la obligación moral de aceptarlos tal como son. Una Iglesia blandengue sin magisterio, sin disciplina, sin normas ciertas que obliguen a todos por igual. Y sin lucha en defensa de la virtud, tanto individual como colectiva; y sin valentía para defender esos valores.
¿Y qué tal son los que desde su autoridad están imponiendo esta forma tan mundana de hacer Iglesia? Brillan por su blandenguería y por su permisividad más absoluta. Por sus frutos los conoceréis.
Virtelius Temerarius