Gracias a Dios, a fin de cuentas, somos un pueblo moralmente sano, a pesar del esmero que se ha puesto desde la política para corromperlo: el aborto, tan ligado al infanticidio, y la eutanasia, que da escalofríos, no son precisamente señales de salud moral. Pero creo que ni el uno ni la otra han calado hondo en las conciencias del pueblo. Y no pueden haberlo hecho, porque el fondo de estas conciencias sigue siendo nítido. Lo hemos visto en este tiempo de tribulación que nos ha tocado pasar. Mantengamos, pues, la esperanza de que esos males que nos han sido impuestos desde el poder, son reversibles.
El suceso ha sido descomunal: la naturaleza se ha desatado sobre todo en Valencia y la ha puesto patas arriba, llevándose por delante un número importante de vidas (número que se mantiene en secreto para evitar que nos soliviantemos). Pero no es sólo Valencia la que ha quedado patas arriba, sino las Instituciones que, en primera instancia, tenían la sagrada misión de evitar hasta donde fuese posible, esa catástrofe; y en segundo lugar, una vez que se ha producido, la obligación de gestionarla con la mayor eficacia posible. Pero he aquí que vivimos en una tremenda inflación de Instituciones, que lo único que han conseguido ha sido entorpecer hasta límites inauditos tanto las actuaciones de prevención como las de asistencia y reparación. Ayuntamientos y autonomía, con sus múltiples subdivisiones y servicios, Diputación, que por ahí debe andar, Estado central, subdividido en ministerios y departamentos que han de mirarse unos a otros para no pisarse las competencias. Y al margen de todo, la Iglesia, supliendo algunas funciones que corresponden a todas esas instituciones, ha tenido un papel subsidiario que ha destacado en algunas parroquias concretas de la zona afectada. Pero, cosa inaudita, la “institución” que mejor ha funcionado para estar ahí desde el primer momento, ha sido esa cosa por lo visto no tan amorfa a la que llamamos el pueblo, la gente.
El espectáculo de destrucción dado por la naturaleza, ha sido dantesco. Pero no será ése el que se nos quede grabado a los españoles durante más tiempo en nuestras retinas. Lo ha superado el espectáculo apocalíptico de unas instituciones autorreferenciales que dice el papa; instituciones cuya única razón de ser son ellas mismas: por encima, totalmente por encima del bien común y del interés de los ciudadanos. Nos han dado el espectáculo obsceno a más no poder, de un pueblo en los más graves apuros, y ellos a lo suyo, a lo que les importa de verdad, que es el reparto de cuotas de poder (era el de Radiotelevisión Española el más urgente en ese momento) y el no pisarle el uno las competencias al otro; no sólo no invadir las ajenas, sino mirar por el rabillo del ojo a ver si se estrella el contrincante, sin mover un dedo en su ayuda (en favor del pueblo en apuros) porque sería ayudarle a salir con bien del atolladero.
El espectáculo humano ha sido inigualable. En dos pistas totalmente distintas. En la 1ª, hemos tenido el espectáculo obsceno y bochornoso de todas las instituciones políticas, ocupadas en sí mismas y en aprovechar la situación para dejar mal al contrincante, y en la medida de lo posible, echarle la zancadilla: generalmente por omisión, porque a mí no me toca, a ver si te estrellas de una vez. Todo ello mientras el pueblo luchaba a brazo partido contra los elementos, y en demasiados casos, sucumbía. Muertos, gran número de muertos y ruina: muchísima ruina. Y entretanto, los políticos a lo suyo, a sus peleas competenciales. Y los rateros de pleno festival, saqueando todo lo que pudieron. Por si no tuviese bastante el pueblo con tanta desgracia.
En la segunda pista estaba el pueblo, con una moral solidísima. Nadie se cuidó de saber de qué color político eran los damnificados ni los que tenía al lado echando una mano. Desde el primer momento se produjo una auténtica riada de voluntarios en el terreno, y de muchísimos más voluntarios desde toda España aportando las primeras ayudas, las más urgentes. Gracias a este movimiento rapidísimo y extraordinariamente coordinado del pueblo, se puso freno a la catástrofe que hubiese crecido por inercia, por falta de la ayuda inmediata.
Y mientras tanto, los infinitos recursos de las instituciones, empezando por el Ejército con toda su maquinaria, más las fuerzas de seguridad, más bomberos y demás, regidos por los políticos, acuartelados esperando que alguien les diese la orden de pasar a la acción. Y así transcurrió el primer día, fatídico, y el segundo, y el tercero; y en algunos lugares, hasta el quinto día.
Lo impresionante fue el espectáculo de esa limpidez y entereza moral del pueblo, que resplandeció mucho más al compararla con la mezquindad y con la inmoralidad de la otra pista, la de las autoridades. Sorprendió también de forma irrepetible, la entereza de ese pueblo cuando acudieron los políticos (tarde mal y nunca) con el rey, todos haciendo piña, a lavarse la cara ante la gente. El abucheo y la explosión de ira fue descomunal. Si fueron a pisar el barro que había anegado las vidas de tantos valencianos, realmente lo pisaron y les llegó a la cara. Esa visita de las autoridades (¿a quién se le ocurrió que fueran todos juntos?) puso aún más en evidencia lo iguales que eran todos, y lo inmensamente lejos que estaban todos ellos del pueblo. Ellos y su moral.
El papel del alto clero, el de siempre. Sin liderazgo, sin energía, sin iniciativa, apuntada a un buen pasar: evitando levantar la voz ante la inmoralidad de toda la panoplia de poderes civiles. Ya no son tiempos de Savonarolas, ni de Ambrosios de Milán. ¿Echarles en cara a los políticos su inmoralidad? ¿Excomulgar al Teodosio de turno por su incuria a la hora de poner los medios para evitar tantas muertes? No, no habrá críticas desde el episcopado, porque son una institución tan eficazmente domada y domesticada como los sindicatos. No, no proclamarán, por evidente que sea, que una sociedad sin Dios es el más seguro camino de servidumbre; que sacudir de nuestros cuellos el yugo de Dios (mi yugo es suave, y mi carga ligera), es dejarlos libres para muchos otros yugos que no dejan de inventarse, cada vez más difíciles de soportar.
Ciertamente, la distancia entre los españoles y sus políticos, es abismal. Eso ha quedado meridianamente claro en los sucesos de Valencia. Eso nos permite abrigar la esperanza de que las perversiones morales impuestas desde el poder a la población, podrían ser un barniz ligero que desaparecerá en cuanto la historia nos ponga ante situaciones en las que justo la moral cristiana -el amor al prójimo- acaba teniendo el mayor peso. España sigue siendo un pueblo moralmente muy sano, firmemente abrazado a las normas y costumbre heredadas de las generaciones que nos precedieron. No es tan fácil arruinar y envilecer a un pueblo cuando lleva tantas generaciones en el camino de la bondad que nos enseñó la Iglesia. Es evidente que todavía no hemos hecho lo suficiente para merecernos los infames políticos que tenemos.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.www.sacerdotesporlavida.es