La fidelidad es precisamente el generoso tributo de reconocimiento de la fidabilidad, es decir de la fiabilidad de aquel a quien se profesa fidelidad. ¿Cómo quieres que alguien te sea fiel si, prima facie, no eres fiable? Realmente es dramático profesarle fidelidad al que es infiel. Eso no funciona: y más pronto que tarde, acaba estallando. Y si esa infidelidad ni siquiera es disimulada, sino que se manifiesta desafiante, con todo el desparpajo, ¿qué se puede esperar? No es nada fácil sentirse seguro de la fiabilidad del papa, reinante de sorpresa en sorpresa. Empeñarse en ser fiel al papa y a la Iglesia como si fuesen lo mismo, a muchos religiosos les hace estallar el alma: pura esquizofrenia.
Oiga, oiga, que la fidelidad va de arriba abajo, no al revés. La fidelidad no es un deber del que se fía, sino un merecimiento del que “se cree con derecho” a esa fidelidad, a que se fíen de él. Bien lo vemos en el Antiguo Testamento, en que Dios tuvo que ganarse la confianza del pueblo elegido, y previamente de los patriarcas. La carga de la prueba está en quien reclama fidelidad. Así es en todo el Pentateuco. Pretender hoy, por tanto, que el papa no tiene que ganarse la fiabilidad, es ponerlo por encima de Dios.
¿Es de extrañar, pues, que salte horrorizado el obispo Joseph Strickland, pugnando en su conciencia la fidelidad a la doctrina y la fidelidad al papa, tan a menudo en severa contradicción? Lo exageradamente extraño es que un súbdito del papa se haya atrevido a proclamar algo que todos ven y todos callan: que el rey está impúdicamente desnudo. Y que ose echarle en cara al papa reinante su infidelidad al Evangelio, al Magisterio de la Iglesia, a la Sagrada Tradición y al Pueblo de Dios.
El episodio de la carta del obispo Joseph Strickland a sus hermanos del episcopado de Estados Unidos instándoles a enfocar correctamente la fidelidad a su ministerio, que no es estrictamente fidelidad al papa, me trae a la memoria la genial película Becket o el honor de Dios, con el dilema de Tomás Becket, aupado por su amigo el rey (Enrique II de Inglaterra) a la dignidad de arzobispo primado; y me recuerda también el conflicto de fidelidades de Tomás Moro con Enrique VIII. Esos dos ejemplos rematados en martirio, no le auguran nada bueno al obispo Strickland: a no ser que entendamos que, para él, igual que para estos eximios ejemplos, es preferible el martirio a la defección. En un panorama de tremenda indiferencia en la mayor parte de la Iglesia, esa mayoría aceptará el martirio del héroe sin conmoverse; y seguirá a lo suyo.
Joseph Strickland se ha sentido en la necesidad de denunciar notorios abusos de poder y evidentes infidelidades del papa reinante contra el depósito de la fe, igual que Tomás Moro se vio obligado a defender la indisolubilidad del matrimonio ante la pretensión de Enrique VIII de pasar, por razón de Estado, por encima de la sacralidad del matrimonio. ¿Qué obispo, ni primado ni secundario, se atreve hoy a denunciar los abusos del poder (antes fue el poder civil; hoy se suma el eclesiástico) contra el matrimonio cristiano? (Fiducia supplicans). Sacerdotes, algunos se atreven; y bien mal que les va. Obispos, ninguno. Hasta que llegó Joseph Strickland, que lo hizo sin estridencias teológicas, aunque sí con denuncia inequívoca de las infidelidades del papa. Es cierto que le precedió el arzobispo Biganó, que cometió el error de pisar terreno sedevacantista.
El grave dilema que se le plantea a cualquier católico, al ver con total evidencia que lo que viene enseñando la Iglesia durante tantos siglos y lo que pretende el papa, no están en el mismo orden; el grave dilema está en decidir en quién confiar y a quién obedecer. ¿Retribuir la infidelidad con fidelidad, el abuso con sumisión, la ira con mansedumbre? Eso pertenece en todo caso al mundo de la heroicidad cuando es virtud; pero si es vicio, esos vicios son la inconsciencia, la debilidad y el pasotismo. La mujer maltratada, lo es por haber renunciado a plantarse ante el agresor; y la Iglesia maltratada carga con la tremenda culpa de no haberse enfrentado nunca al maltratador: ni al de dentro ni al de fuera.
Nos encontramos ante el dilema de que una de las armas empleadas para luchar contra las infidelidades o desviaciones doctrinales del papa, ha sido el sedevacantismo que, sin importar cuán fundado esté, constituye por sí mismo una especie claramente tipificada de cisma. Es un arma peligrosísima que hiere al que la dispara. Es el caso de Viganó y de algunos sacerdotes que han optado por ese escabroso camino.
Pero no nos engañemos, el sedevacantismo es una respuesta estridente a las graves y evidentes infidelidades del papa, un intento desesperado por salvar a la Iglesia. Y para hacer el camino más sinuoso, el papa procura eludir su responsabilidad directa actuando por medio de cardenales y otros auxiliares interpuestos. Las últimas originalidades del papa en ese sentido han sido la esperpéntica elección de su predicador de bolsillo, más la incorporación a la lex orandi, de bailes y ritos paganos (eso sí, indigenistas), después del tremendamente sedevacantista invento de la sinodalidad, más la dejación ante el cisma del Camino Sinodal que se le ha adelantado a la autopista sinodal. Ante todo eso, cuyo fin es dejar la Iglesia totalmente desquiciada e ingobernable, no dejan de impresionarme los retorcidos jeribeques (de lo más jesuítico, al fin y al cabo) que vienen haciendo los heroicos defensores de la indefectibilidad de la Iglesia, centrándola tan sólo en que la silla de Pedro no puede quedar vacía; pero pasando por alto y por bajo todas las evidentes desviaciones doctrinales y morales que emanan de esa silla.
La expulsión de la Iglesia por sedevacantismo no es la única respuesta posible. Es sólo la más extrema (de apariencia inexpugnable, pero seriamente impugnable) de las que se están poniendo en marcha. Como en casi todo, es difícil distinguir entre la persona y la institución. En éste, como en muchos otros casos, el poder identifica la institución y la persona, con el evidente riesgo de que la persona acabe cargándose la institución. Han sido precisamente los peores papas (auténticos papas, claro) los que han contribuido mayormente a desprestigiar el papado y a poner en riego su existencia.
Es la corrosiva moda del mundo, copiada por la Iglesia. Puesto que lo importante, dicen, es siempre la persona, deciden exculparla totalmente para evitar que además de cargar con el peso del delito, cargue con la culpa y con el castigo. Con esta filosofía buenista conseguimos un vaciado total de la ley y de la autoridad. Y conseguimos supeditar al interés de los individuos, unas instituciones que se crearon en defensa de la sociedad. Con esos principios, están perfectamente equiparados el que obra bien y el que obra mal. La degradación e incluso la depravación están garantizadas. Así ha ocurrido en la Iglesia con la miseria de los abusos, tan, tan, tan consentidos. Y como ni los obispos ni el papa han hecho respetar la ley para frenar la degradación y hasta la depravación del clero, con esa dejación han traído ruina y perdido totalmente su autoridad. ¿A santo de qué van a reclamarla ahora, si llevan decenios sin ejercerla?
Aquí tenemos la patata caliente del sacerdote de la diócesis de Madrid montando escándalos del peor género (¡sí, claro, escándalos de género!) sin que su superior arzobispo-cardenal haga ni diga nada. ¿Qué va a hacer, si también él perteneció a la “patrulla canina”?
Acaba ciertamente en grave esquizofrenia (o en pasotismo total para preservar la salud mental) el empeño de tantos y tantos católicos por compaginar la fidelidad al depósito de la fe y la fidelidad al papa: puesto que en demasiados casos son incompatibles ambas fidelidades. Y tanto mayor es el riesgo de esquizofrenia, cuanto que son conflictos que tiene que guardarse cada uno para sí mismo (autocensura llaman a eso), porque en cuanto expresa uno sus dudas, le caen encima las fuerzas del orden jerárquico, es decir del poder sagrado. Tremendo castigo que ese poder sea, encima, sagrado.
Virtelius Temerarius
Tanto celibato obligatorio para nada, para que los clérigos puedan bendecir gais y parejas de hecho, para que no sea pecado la vida conyugal sin matrimonio eclesial, y dale todavía con el celibato obligatirio para silenciar el Diluvio y la pentápilis. Toda un<a serie de contradicciones que arman un verdadero lio q
ResponderEliminarDigamos la verdad.
ResponderEliminarhttps://www.google.com/amp/s/www.bbc.com/mundo/articles/cd1py2xwjzeo.amp
Desde Pio V andábamos demasiado confiados. Mal que bien, salvo algún tropiezo en el período napoleónico, la barca de Pedro parecía lo que debía ser, el faro de la luz de Cristo. Esa seguridad doctrinal se hizo particularmente fuerte desde el Concilio Vaticano I. con una pléyade de pontífices que, a la santidad, sumaban una seguridad de fe roqueña. Hubo alguno que merecía ser considerado Padre de la Iglesia, en línea con los que asentaron los artículos del Credo.
ResponderEliminarPero en esas llegó Bergoglio. No creo recordar que nadie pusiera mayor objeción que sus preferencias personales, sin cuestionar que mantendría el depósito de la fe. Grave error. Lo sufrimos muchos. Por eso, cuando empezó a disparatar, es decir, cuando empezó a hablar, los escrúpulos de conciencia brotaron donde jamás habían existido. ¿Lo habré entendido mal? ¿No será que, como dice el portavoz quería decir lo que no ha dicho? Pero el portavoz desapareció. Y desapareció Benedicto XVI, y entonces la eclosión de disparates hizo estragos.
Sin ser cínico, escribí por aquellos días de estruendosos dislates que era una bendición la metedura de pata de Francisco porque así quedaba acotada ante los fieles la limitación de la infalibilidad. No sólo no era infalible en esos errores que se apartaban de la tradición recibida, sino que en conciencia podía discreparse con la libertad de los hijos de Dios. Y vaya si se podía. Eminentes obispos y cardenales teólogos han explicitado que se debía discrepar.
Lo nunca visto es que a los errores de palabra, ha añadido los errores de acto.
Tal, la atracción que siente por fotografiarse con personas cuyo comportamiento disiente del indicado en los mandamientos. Tal ocurrió la defensora y militante abortista italiana. O con matrimonios transexuales o varones vestidos de mujer, tal vez hormonados. Resulta impresentable justificar esos actos como una conducta de misericordia en una Iglesia en la que caben todos, todos, todos, como gusta de repetir como si fuera una novedad. Y resulta impresentable porque al mostrar una sonrisa cómplice induce a pensar que está de acuerdo con esos comportamientos.
Tildar de indiestrista, otro término que le gusta a Francisco, no es riguroso y sí es engañar a la gente. Puede fotografiarse con Putin o con Al Capone, pero no dar la impresión de connivencia, uno por asesino y el otro por ladrón. También en el patíbulo del Calvario, Dimas acompañó al Señor, pero se arrepintió y el Señor le premió de antemano. En esas fotografías no se reniega de la situación moralmente indigna.
¿Quiere ello decir que uno es sedevaticanista? En absoluto. Es el Pontífice de la Iglesia Católica. Pero también es un peligro para la doctrina de la Iglesia Católica, y para muchos un escándalo.
Todos somos quién para juzgar esos errores en la doctrina dogmática y moral, sin dejar por ello de recocer al Papa y orar por él.
Haber empezado por el celibato opcional era la solución, porque con el actual papado se prodigan beneplácitos a ciertos estados conyugales y bendiciones a parejas no convencionales que deberían enrojecer las caras de los sacerdotes obligados a dar estos remojos de hisopo, dar bendiciones a ciertas parejas atípicas no pudiendo el mismo sacerdote tener una pareja cristiana normal, más surrealista imposible. Sacerdocio con celibato forzado y también obligatorio a no predicar el Diluvio y la Pentápolis, más surrealista imposible. Le cargan a un cura una carga pesadísima de vivir en soltería para que predique el Amor sonriendo sin mencionar la otra Carga Pesadísima del Diluvio y la Pentápolis, no sea que a los fieles les incomode y se salgan del templo. Esta visto que la "penitencia" solo el Papa la aplica a los clérigos, a los parroquianos buenismo a mansalva.
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