Como bien sabemos, la Cuaresma es un momento particular del año litúrgico, durante el cual nos preparamos interiormente a la celebración de la Pascua. Este periodo de cuarenta días es para nosotros una ocasión para purificarnos de nuestras malas costumbres y obtener fuerza en el Señor. Los cuarenta días nos traen a la memoria aquellos cuarenta años que el pueblo de Israel trascurrió en el desierto, así como los cuarenta días de Jesús en el desierto, al final de los cuales fue tentado por Satanás.
También nosotros en nuestra vida hemos de enfrentarnos a algunos desiertos, como los israelitas, para poder entrar en la tierra prometida de una vida cristiana adulta, pasando de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. También nosotros, como Jesús, hemos de soportar las pruebas y las tentaciones, para poder, con la fuerza del Espíritu Santo, afrontar un camino de verdadero testimonio cristiano, fortalecidos en la esperanza y en la caridad.
Las tres obras cuaresmales que la Iglesia nos propone son la oración, el ayuno y la misericordia. Como decía San Pedro Crisólogo: “Tres son las cosas, oh hermanos, por las que la fe permanece firme, perdura la devoción, y aumenta la virtud: la oración, el ayuno y la misericordia. Lo que la oración implora, lo obtiene el ayuno, lo recibe la misericordia. Estas tres cosas, oración, ayuno y misericordia, son una sola cosa y reciben vida la una de la otra”
Hoy podríamos analizar las tres lecturas de la liturgia dominical a la luz de las obras cuaresmales, viendo en la segunda lectura la oración, entendida cómo relación insistente con Dios, que ha de acompañar también los momentos difíciles de la vida. En el evangelio el ayuno, considerado no tanto como renuncia a la comida, que también, sino más radicalmente como renuncia íntima a las propias aspiraciones humanas, para dejar las riendas de nuestra vida en manos de Dios. En la prima lectura en cambio, se nos ofrece la misericordia entendida como una nueva actitud interior, fruto del Espíritu Santo, que nos lleva a mirar al otro con ojos nuevos: como el Señor nos ha perdonado, así nosotros también perdonaremos.
Al escuchar la carta a los Hebreos, probablemente nos impresiona el estilo de la plegaria de Jesús. Sabemos por los evangelios que Jesús rezaba mucho: trascurría noches enteras en oración. Antes de hacer elecciones importantes oraba en soledad, largo y tendido: en varias ocasiones daba gracias públicamente al Padre y permanecía en continua comunión con Él.
En la segunda lectura de hoy contemplamos una ulterior característica de la plegaria de Jesús: “ofrece oraciones y súplicas, con fuertes gritos y lágrimas”. Quizás este estilo nos puede extrañar: orar gritando y llorando parece algo anómalo. Pero Jesús ha experimentado el sufrimiento humano, el abandono, la soledad, el miedo y conoce nuestra condición humana justamente por haberla vivido en primera persona. Esto nos comunica hoy un mensaje importante: también nosotros en este tiempo santo hemos de aprender a orar con insistencia, abriendo el corazón, gritando si es necesario y exponiendo a Dios nuestros problemas, sin temer las lágrimas.
Otro detalle importante, relativo a la oración: la segunda lectura nos dice que Jesús, “después de haber implorado a Aquel que podía salvarlo de la muerte, por su pleno abandono a Él, fue escuchado” ¿Cómo, cómo? ¿Es que no lo han crucificado y matado? ¿De qué manera lo ha escuchado el Padre?
He aquí el segundo elemento de la oración: “Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz. Pero no como yo quiero, sino como quieras tú” (Mateo 26,39) “Ahora mi alma está turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? ¡Si es para esta hora para lo que yo he venido! ¡Padre, glorifica tu nombre! (Jn. 12,29)
La oración, especialmente en el tiempo de Cuaresma, se dirige a Dios pidiendo el cumplimiento de su voluntad sobre nosotros. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. En una palabra: tu voluntad se cumpla en mí como se ha cumplido en Cristo, tu Hijo.
Son muy fuertes las palabras de Jesús en el evangelio de este domingo: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; en cambio si muere, da mucho fruto”. Este es el sentido profundo del ayuno cristiano: un morir a nosotros mismos para dar mucho fruto. El ayuno no es sólo la abstinencia en la comida o el beber; esencialmente es un morir para vivir, un sacrificar la parte de nosotros mismos que se corrompe tras las pasiones engañosas, para llevar frutos en el Espíritu Santo.
La renuncia a lo que satisface a la carne, el orgullo, el hombre viejo, no es un fin en sí mismo, sino en vistas a un crecimiento interior y una fecundidad. Utilizando la figura retórica del mashal semítico, que consiste en contraponer los extremos para dejar clara una idea, Jesús anuncia: “Quien ama la propia vida, la pierde; y quien desprecia la propia vida en este mundo, la conservará para la vida eterna”. La experiencia penitencial cristiana toma forma en una actitud de pérdida de la propia vida, es decir de la propia manera de verse a sí mismo y a los otros, para llegar a conservarla para la vida eterna. Para “amar al prójimo como a uno mismo” es necesario amarse a sí mismo, y esto es un bien: porque sólo la virtud nos hace amables a los ojos del prójimo.
Pero existe un amor a la propia vida que hace peligrar nuestra vida eterna: el permanecer sordos a la voz de Dios, ignorando sus designios sobre nosotros y el focalizarnos únicamente en nuestros propios proyectos personales, excluyendo toda referencia a los demás, a la posibilidad real y dramática de vivir como si Dios no existiese, convirtiendo nuestra vida y nuestros horizontes en nuestros ídolos.
Contra estas tentaciones, Jesús nos invita a la renuncia, al sacrificio, al verdadero ayuno, el del corazón, que nos lleva a una profunda purificación de nuestra vida y a una apertura a los hermanos, experimentando ya en esta vida un sentido de eternidad y salvación.
En la economía de la nueva y eterna alianza, rubricada en el cuerpo y la sangre de Cristo, Dios Padre nos ha hecho el don sublime de tocar nuestro corazón con su Amor: no podemos permanecer insensibles a este don. Él se ha anticipado a amarnos. El tiempo de Cuaresma, junto a ser un momento privilegiado para el encuentro con Dios en la oración y para la purificación mediante el ayuno, es también una estación favorable para experimentar el perdón (de ida y de vuelta).
Concluyamos esta meditación una vez más con las palabras de San Pedro Crisólogo, pidiendo a Dios nos conceda el orar, ayunar y ser misericordiosos en el modo adecuado y justo.
“El ayuno es el alma de la oración y la misericordia la vida del ayuno. Nadie los divida porque no consiguen estar separados. El que solamente tiene uno y no tiene los tres medios juntos, no tiene nada. Por eso quien reza, ayune. Quien ayuna, tenga misericordia. Quien en el implorar busca ser escuchado, escuche al que le dirige alguna súplica. Quien quiere encontrar el corazón de Dios abierto hacía sí mismo, no cierre su corazón a quien le implora y ruega”.