¡PARA DE LLORIQUEAR Y LAMENTARTE!
Finalmente un hombre -¡y que Hombre!- de mirada maravillosa. Mientras todos encogidos cantaban lamentelas sobre el mundo que sufre, sobre la juventud que se pierde, sobre la esperanza que parece marchitarse bajo los golpes bajos de la crisis y la desesperación, únicamente un Hombre canta las alabanzas y la gloria de un mundo de bondad: “¡La mies es mucha!”. Bastaría sólo eso para mostrar cuán lejano está de su belleza un cierto cristianismo: el de los cristianos-plañideras, el de los obispos que se lamentan de la escasez de vocaciones, de los que profetizan el fin del mundo. Todos ellos gente que ha puesto demasiado el acento en el resto de la frase: “los operarios son pocos”. Como si Cristo, tan parco y puntual en el manejar adjetivos, conjuntivos e imperativos, fuese un broncas empedernido, un pesimista de la primera generación cristiana, uno de aquellos patriarcas barbudos y fruncido entrecejo. En cambio, Él la frase la inicia en positivo y es el deseo y el anuncio de un mundo que hay que iluminar. Como diciendo: “mirad qué maravilla de mundo, qué abundancia de bien, qué granero de esperanza”. Y sólo después rubrica esta su constatación, que es como decir que son pocos los que se dan cuenta, tan pocos como los que buscan reunir el bien, y tan exiguos como el número de aquellos que se dignan contemplarlo. Para Él, primero viene el reconocimiento del Bien y sólo después hay espacio para todo lo demás.
Un día se dio cuenta de que los doce -los primero Doce de la historia- no eran suficientes: hacían falta setenta y dos. Quizás ya en aquel tiempo el bien era tan abundante que eran necesarios tantos ojos para escrutarlo, tantas manos para servirlo, tantas vidas para testimoniarlo. Es increíble lo que tendrán que hacer: tendrán que ser voz de su Voz, anuncio de un futuro que está ya presente, mensajeros de una palabra que es bendición: “Está cerca el Reino de Dios”. ¿Pero por qué lamentarse? ¡Tanto quejarse y caras malhumoradas! Su misión es anunciar a todos que el Eterno es tan cercano que corren el riesgo de pasar junto a Él sin darse cuenta de ello, tendrán que mostrar al mundo cómo la eternidad se juega aquí abajo, tendrán el arduo objetivo de predisponer los corazones al paso del Amigo de Nazaret. Y tendrán que hacerlo desarmados, sin nada que perder y todo que ganar: Está en juego el Todo: nada de sandalias ni mochila ni bolsa, sólo un puñado de sílabas -que se convertirán en su Palabra- que les abrirá rutas por el desierto, hará fluir ríos en la estepa y contemplar prodigios antes inimaginables. Es verdad que hay lobos y Cristo lo sabe: pero Él también sabe que aunque sean superiores en número, nada podrán contra la mansedumbre de los corderos. Y nada podrá contra aquellos que en pie desde primera hora de la mañana, descubrirán en el mundo una sobreabundancia de bien que dará alas a sus corazones.
El mundo puede ser contemplado en modo diabólico o en modo simbólico. Si dijésemos que en el mundo no hay mucha esperanza, y quisiésemos buscar las razones de esta desesperación e indujésemos a realizar el análisis lógico-gramatical de las tristezas humanas, afrontaríamos el tema de manera diabólica. En cambio de manera simbólica significa con una mirada de conjunto, con una mirada de enamorados, con golpes de alas extendidas a punto de hacernos despegar y elevar desde el bajo nivel en que estamos a las altas cotas que hemos de alcanzar.
El evangelio de este domingo no es para el mundo, es para nosotros los cristianos de mirada diabólica (que separa): demasiado pesimismo, demasiados análisis causa-efecto de las realidades espirituales, poca mirada poética sobre las cosas. Y la gente no se convierte, se paraliza ante tantos planteamientos moralizantes negativos, se repliega decepcionada. En vez de recibir bocanadas de esperanza, se las entierra bajo toneladas de amargura. Y sin embargo el Evangelio es una reserva inagotable de optimismo, de una mirada empapada de belleza, de serenidad de corazón. Hay bien en abundancia -la mies es mucha-: sólo faltan hombres y mujeres que lo descubran, que lo custodien, que lo esparzan y difundan entre los demás. Faltan locos que abran brechas de luz sobre un mundo desesperado.