SENCILLO: ¡UN INCENDIO Y ALLÍ ARDEMOS TODOS!
Como un atleta en su máximo esfuerzo: los trazos rozan la deshumanización, los huesos gritan venganza, el corazón palpita hasta lo inverosímil. Y, sin embargo, el sentido del desafío lo impregna tan a fondo que decide acentuar el ritmo, empecinado en jugarse el desafío hasta el fondo. Es el rostro de Jesús de este domingo: a piñón fijo, dirección Jerusalén. Allí donde Jerusalén significa Pascua, pero también Pasión y Calvario, testamento y abandono, soledad y angustia, espera y promesa del alba de la mañana de la primera Pascua hebrea. A lo largo de la ruta, hombres y mujeres de toda clase y raza: para cada uno quizás una mirada, una indicación, una promesa, una invitación. Y cada uno de ellos responde a su manera: con un signo de asentimiento, con una palabra de ánimo, con una decepción. Como aquel puñado de samaritanos a los que se les habían enviado mensajeros para anunciarles el inminente paso del Nazareno. Su respuesta fue la negativa: apenas supieron hacia dónde se dirigían sus pasos –Jerusalén, es decir, la muerte – le prohibieron el paso. Les hubiera bastado ser mentirosos, confundir quizás los papeles, engañar los pasos y todo hubiera sido más fácil. Los discípulos lo pillaron al vuelo. Ellos, hombres ya no-hombres con fuerte sentido práctico, la respuesta la tenían preparada y lista, sólo faltaba el asentimiento del Maestro: “¿Señor, quieres que pidamos que baje un fuego del cielo y los consuma? Ni el más mínimo gesto de respuesta por parte Suya: demasiado mezquina su propuesta respecto a su sentido de la libertad: “se dio la vuelta y les reprochó”. Punto y final: ayer, hoy y mañana. Bajo la bóveda del cielo hay lugar para todos, no únicamente para los que pillan al vuelo el sentido de una llamada. No porque piensen diversamente que nosotros podemos invocar fuegos y llamas del cielo para exterminarlos: correríamos el riesgo de echar el buen grano junto con la cizaña.
Además entre todos aquellos que anhelan seguirle no siempre está bien definida la claridad y transparencia de sus corazones: “Te seguiré, pero espera un poco. Vendré contigo, pero tengo un campo que vender. Me fascinas, dejo todo y te sigo, pero deja que entierre primero a mi padre”. Existe la fascinación, pero falta la inmediatez: quizás no exista tanta diferencia con el mundo de Samaria. Y Él, resplandeciente como el sol, no engaña sobre el esfuerzo, no reduce a mitad las expectativas, no diluye la trasparencia: no habrá nido ni madriguera para quien acepta seguirme a Mí y a mi locura de ser Cristo. Lo supieron Pedro, Santiago y Juan: estaban en los albores de la Iglesia naciente. Lo supieron Antonio, Francisco y Romualdo, y Benito el de Nursia y Domingo el de Guzmán, y habían pasado siglos desde la venida de Cristo. Lo sabemos y sentimos tú y yo: estamos en el hoy de aquel seguimiento. Nada ha cambiado porque Él no cambia: hay un “ya”, un “aquí y ahora” que marcan la diferencia entre aquellos que guerrean con su llamada. Si parece demasiado, no importa: pregúntaselo al joven rico. Si parece exagerado, no importa: pregúntaselo a los hijos del Zebedeo y a su madre. Si es imprevisible, no importa, pregúntaselo al buen ladrón del primer Viernes Santo de la historia. Nada importa, porque lo que realmente importa es que Él nos da la libertad de seguirle o no. Libres pero conscientes de que el camino es cualquier cosa menos un camino sosegado y de bajada.
La Cruz, el desprecio, la ignominia, el abandono y la soledad: nada se ahorrará a aquellos que -sin nido ni madriguera- harán de los desafíos del mundo el sentido de su vagabundeo con Él. Otra cosa son los zorros y los pájaros.
¿Pensáis que lo hace para desanimar? ¿O quizás para mostrar que su mensaje es sólo para algunos y no para todos? ¿O quizás para hacer ostentación de su rostro de “guapo y maldito” como James Dean y algunos protagonistas de las películas americanas de los 50? Nada de todo eso: simplemente la altísima credibilidad de un Hombre que, salido de lo más oculto de un taller de carpintería, ha escalado la arrogancia del mundo para iluminar la humildad del Cielo. Allí donde será verdad que no existen nidos ni madrigueras porque habita el sentido más espléndido y nítido de las cosas, aquel que nos vuelve plenamente hombres: abrazar una causa hasta dar la vida por amor. Una causa que ha indigestado a medio mundo.