¿ME QUIERE O NO ME QUIERE? ¡CLARO QUE TE AMA!
La última merienda. Porque para convencer al hombre, primero tienes que llenarle la panza. Y esto hasta Cristo lo sabe: Hijitos, ¿no tenéis nada para comer? Estos no lo reconocen, han oído hablar de la Resurrección, lo toman por un fantasma. Quién sabe por quién lo han tomado: un mendigo, un pescador rival, un viejo amigo. Hoy no es tiempo para cordialidades en las orillas del Mar de Galilea. En dos ocasiones ya, después de los hechos de Pascua, se lo habían encontrado. En la última agradecieron la testarudez de Tomás que la propició. Y sin embargo hoy no lo reconocen. Pesa en el corazón la noche apenas transcurrida: nada de pescado, poco pan y tanta hambre. Tres años antes trabajaban de pescadores, tres años después siguen siendo pescadores: redes que llenar, diálogos vespertinos entre remendar y tejer, fortuna y mala suerte. Lo miran y le echan en cara toda su rabia como respuesta a su pregunta: ¡No! Quizás el no más pesado de los evangelios. La negación más oscura de la esperanza, la desolación de un corazón de pescador: ¡no y después no, vete!
La última merienda. Porque para convencer al hombre, primero tienes que llenarle la panza. Y esto hasta Cristo lo sabe: Hijitos, ¿no tenéis nada para comer? Estos no lo reconocen, han oído hablar de la Resurrección, lo toman por un fantasma. Quién sabe por quién lo han tomado: un mendigo, un pescador rival, un viejo amigo. Hoy no es tiempo para cordialidades en las orillas del Mar de Galilea. En dos ocasiones ya, después de los hechos de Pascua, se lo habían encontrado. En la última agradecieron la testarudez de Tomás que la propició. Y sin embargo hoy no lo reconocen. Pesa en el corazón la noche apenas transcurrida: nada de pescado, poco pan y tanta hambre. Tres años antes trabajaban de pescadores, tres años después siguen siendo pescadores: redes que llenar, diálogos vespertinos entre remendar y tejer, fortuna y mala suerte. Lo miran y le echan en cara toda su rabia como respuesta a su pregunta: ¡No! Quizás el no más pesado de los evangelios. La negación más oscura de la esperanza, la desolación de un corazón de pescador: ¡no y después no, vete!
Sin embargo las redes pesan: las mallas repletas de peces. ¿Milagro? Quizá sí, quizá no: es que hambrientos han lanzado las redes por segunda vez. Aquel viandante los había provocado y ellos no se han echado para atrás: “Tirad la red por la parte derecha y encontraréis”. Peces, tantos peces, demasiados peces: mira, Pedro, mira cómo pesa esta red. Es Él.” -es la voz del vigía Juan. El tiempo para captar aquellas simples palabras y Pedro vuelve al agua, esta vez sin red: se lanza. La exageración de la sorpresa: las cosas hermosas ya hablan de Él, de su viejo Maestro renegado por miedo a los rumores de una criada en torno al fuego. Después todos en la playa, esta vez también Él tiene hambre: “Traed un poco del pescado que habéis cogido ahora”. Llevan remendada una serena conciencia. La que es presagio de las grandes empresas, también en el amor. Pero nadie osa preguntarle “¿quién eres? Con todo lo que tienen que contarle y decirle y que descargar en sus espaldas. Empieza Él: distribuye el pan, ellos toman el pescado a la brasa.
Es un amanecer extraño: nadie habla. Prefieren masticar y mirarle: ¡qué espectáculo se contempla bajo el cielo de Galilea! De aquel día quedó el perfume. El perfume es una pedrada celeste: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? No le basta el amor, el pescador pide la prueba de amor. Quiere oír de sus propios labios, tantas veces mentirosos y cobardes, si su corazón late más fuerte que el de Bartolomé o Simón Tadeo: si supera al de Juan. Él piensa, con el bocado aún en la boca: enlaza los recuerdos de aquel día de tanta pesca con Andrés, de las llaves de allí arriba, de las alabanzas que le valieron el título de bienaventurado en la tierra. Los mil días y otras tantas noches con Él, los enfados y los milagros, aquellos pies lavados y su redomada testarudez. Pedro tiene un nudo enorme en la garganta: “Claro, Señor, tú sabes que te quiero”. Esta mañana el Maestro es un desmemoriado, como las abuelas: tres veces se lo pregunta. Y por tres veces, Pedro reabre el corazón; la tercera, incluso exagera: “Tú lo sabes todo, sabes que te amo”. No es un bien de hombre, lo de Pedro es amor. Quizá Cristo lo sabía, pero ha querido sentírselo decir. No una, tres veces. Unas noches atrás un gallo contó hasta tres antes de cantar y hacer llorar al viejo pescador. Hoy el Resucitado vuelve a contar hasta tres para borrar aquellas tristes palabras. Todo en orden: “Apacienta mis ovejas… sígueme”.
El pescado a la brasa se lo repartirán los otros que se quedaron alrededor del fuego. Pedro, quizás aún mojado tras aquella zambullida exagerada, debe partir: hay corderos que apacentar, rebaños que guardar, apriscos que proteger. Porque están preparando un premio para el nuevamente acreditado pescador: dos troncos y cuatro clavos, como el Amigo. No hay aún martillo, pero ya han decidido la posición: lo clavarán con la cabeza hacia abajo, al revés. El pescador en la cruz: esta vez es verdadero amor