¡MANOS A LA OBRA!
Estamos ante una de las páginas más conocidas del Evangelio. Proseguimos por este breve itinerario por el tiempo ordinario: Jesús ha comenzado su ministerio en la sinagoga y enseguida se han presentado los problemas. ¿Lo recordáis? Después de los primeros entusiasmos lo llevan fuera de la ciudad y ya piensan que es un profeta demasiado incómodo. Pero él se escabulle.
Mucha gente sigue al Maestro, una multitud variada, que acude de todas partes. Pero toda la multitud buscaba tocarlo porque de él salía una fuerza que curaba a todos.
Y Él mirando a los discípulos sale con estas palabras inauditas. El profeta habitual, el idealista habitual, lejos de las cosas concretas, alejado de la realidad. Claro está, con un discurso fascinante. Pero toquemos con los pies en el suelo. Más que nada porque las bienaventuranzas nos describen el mundo que vendrá, mientras nosotros estamos arraigamos en este mundo terreno. Y el mundo hay hambre, llanto, odio; en este mundo somos de carne y huesos, hay miserias familiares, familias con dificultad para llegar a fin de mes, hombres y mujeres que pierden el empleo, miles de niños que cada día mueren de inanición y enfermedades infecciosas, un holocausto silencioso, casi invisible.
¿Cómo es que teniendo ante sí una multitud de enfermos y atormentados, de necesitados y hambrientos de plenitud, Jesús pronuncia aquellas palabras de bienaventuranza?
¿Cómo es posible que hable de felicidad? Y sin embargo lo hace. Y de este modo Jesús no se contenta pronunciando las palabras que quisiéramos oír, algún discurso acomodaticio que nos tranquilice y sosiegue.
¡Bienaventurados, dichosos, felices los pobres: porque vuestro es el Reino de los cielos!
Podemos considerar esta bienaventuranza como la fundamental. Sabemos que el Señor no alaba la pobreza material. ¿Quién es pues el pobre? ¿Por qué este tendría que ser feliz?
Pobre es el necesitado. Pobre es aquel que se reconoce necesitado, que no se basta a sí mismo, que no tiene el mundo a su alcance, y mucho menos la felicidad en sus manos. Pobre es aquel que reconoce que la vida es un don y con ella todo le ha sido regalado.
Reconozcámonos pobres! Necesitados de todo, mendigos de amor. A menudo construimos la vida como si fuésemos superhéroes, como si nos bastásemos a nosotros mismos: yo ya me arreglo solo, no necesito ayuda. ¡Queridos amigos, esto es un falso espejismo!
Yo no quiero contarme entre esos. Reconozco, Señor mío, que re necesito. Lo reconozco cada vez que voy a misa o en el silencio de mí mismo: ven a ayudarme. Socórreme, que sin Ti no puedo. No llego a amar de verdad, me cuesta sonreír a aquella persona, no acierto a perdonar aquella ofensa. ¡Échame una mano!
Usar todas las fuerzas es también pedir ayuda. Y reconocer el ser pobre. No solo con respecto a Dios, sino respecto a los demás. Tengo necesidad de los que me rodean. No somos islas. Reconozcámonos pobres, necesitados de Dios y de los demás.
Pero no acaba aquí. Hay otro lado de la moneda. No sólo hay esta pobreza interior, hay una pobreza concreta. Hay gente que tiene hambre de verdad. Y Jesús no esconde este hecho: ante él hay hambrientos. El Reino de los cielos no es solo cosa del futuro, empieza en nuestra tierra. Es de aquí y de ahora.
Querido cristiano: manos a la obra. Comprométete y compromete tu vida, tu entusiasmo, tu cara, pon también dinero. Aporta tus dones, tu inteligencia, tu tiempo libre. Jesús ha venido a cambiar el mundo. Los cristianos hemos sido llamados a cambiar el mundo.
Bienaventurados aquellos que es la tierra se prodigan de mil maneras para aliviar los sufrimientos de los hombres. Bienaventurados aquellos que gratuitamente gastan su tiempo en los niños, los enfermos, los ancianos solos, los defraudados por la vida, los sin techo, los que se pierden con el alcohol y las drogas.
¿Qué estamos haciendo tú y yo? ¡Pondré manos a la obra! Haré algo para llevar felicidad a mi entorno. Con la conciencia de querer permanecer pobre y necesitado. Miremos alrededor y pongámonos manos a la obra. ¡Feliz semana!